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La imagen de aquel conductor desaparecía por momentos del espejo, pero Cristina sabía que estaba ahí, por el ruido que hacía al hacer los cambios de velocidad. Cristina vio nuevamente el cuerpo que se inclinaba hacia el tráfico contrario, esta vez, casi rozando las puertas laterales de un sedán rojo que no hizo más que virar un poco hacia el borde del arcén y lanzar un bocinazo. Cristina vio su tablero, iba casi a sesenta kilómetros por hora. No era una velocidad exagerada, pero sabía que la aguja del velocímetro de la motocicleta, en ese momento, ya había alcanzado la marca de los 80, en un vía donde, por el tráfico matutino, no se podía andar a más de 30 sin correr el riesgo de una cita inesperada en la sala de Urgencias del hospital más cercano. El tipo tenía cojones, había que admitirlo. O denodada estupidez, también había que cuestionarse. Cualquiera que fuere, no tardarían en multarlo o sepultarlo. Los tipos como ése, que hacen piruetas con su suerte, siempre terminaban por gastar su racha ganadora algún día.
Cuando paso junto a su ventanilla, Cristina, quiso espetarle un par de palabras que bullían en su cabeza, dispuestas, a caer sobre él como una enorme roca. Se contuvo, el muy maldito llevaba puesto un casco y lentes oscuros -el muy maldito se digno a voltear hacia ella, levantando dos dedos en señal de saludo, para nuevamente acelerar-, sus palabras no pasarían a ser más que una pieza en aquel rompecabezas de fragores urbanos. El muy maldito sigue en racha ganadora, se dijo Cristina. El motorista no tardó en desaparecer de la visión de Cristina, quien vio como se adentraba en el tráfico dejando la estela ruidosa de su motor como cuando pasa un avión sobre uno. Un claxon se oyó adelante en repetidas ocasiones con un aire de desesperación.
(Alguien no pudo contenerse).
Todo aquello podía parecer una estupidez, pero Cristina tenía ganas de matar a alguien. La rabia que le había generado la llamada de ese hijueputa a su casa, empezaba a hacer que perdiera la paciencia con todo. Podía estar detenida por un semáforo rojo, ver como la gente pasaba sobre la cebra; una madre con su cochecito, y aún así, la ambición de arrollarlos permanecería indemne. Ese día estaba vestido con la hostilidad. Fue quizás ese sentimiento la que le llevó a dejar a Filomena solo en el departamento. No quería que ella fuera su Jesucristo crucificado.
Cristina quiso despejar un poco su mente, así que encendió la radio. Dejó la primera emisora que sintonizo. La melodía le era desconocida, pero eso no importaba.
Luego de dos canciones, sus pensamientos seguían en el mismo lugar, dando vueltas en círculos. No sabía que pedantería era peor, si la del motorista o la del tipo que la llamó minutos antes. La ansiedad por llegar a su destino se hizo latente. Era como una bestia que hiberna en su cueva, largo tiempo, para luego aparecer y devorar a su próxima presa. Ese era el tipo de accesorios que hacen que las personas no hagan más que acelerar su propio fin, pensó Cristina, mientras cambiaba la estación de radio que no había hecho más que transmitir melodías entrecortadas por ruidos extraños los últimos minutos. Al menos, en los que había puesto su atención, sí. Giró una, dos, varias veces el dial, hasta que su paciencia lo permitió; optó por apagarla. Presiono el botón Off, y en ese preciso instante, las farolas rojas del auto del frente se encendieron de repente. Los reflejos respondieron a tiempo: Cristina piso el freno, justo a tiempo, para evitar la colisión. Lo cual hubiera sido una ironía para el mundo, pero en Cristina, hubiera desencadenado una ira tan intensa que haría desaparecer al mundo entero, con todo y su ironía. Y el maldito motorista con su buena racha. El cuerpo de Cristina se abalanzó hacia el manubrio del auto, su pecho se estrelló contra los nudillos de sus dedos. En su afán había olvidado abrochar el cinturón de seguridad. Un dolor le recorrió las manos como cuando se pinchaba un dedo con la punta de una aguja. Soltó una maldición. Los neumáticos se deslizaron sobre el pavimento dejando la marca del caucho quemado. Cristina se pregunto que había pasado, calle adelante, para hacer que el conductor del frente se detuviera de manera tan repentina.
Cristina vio nuevamente por el retrovisor de la puerta, no había nadie intentando rebasarla esta vez, decidió salir del auto y ver que había pasado; dejo el motor encendido y la puerta medio abierta.
La larga fila de automotores detenidos empezaba muchas calles al frente. Eran al menos una veintena, sino es que más, de carrocerías sin movimiento. Los bocinazos no tardaron en llenar la avenida. El tráfico empezaba a acumularse detrás de ella. Maldijo. Entro a su auto con ganas de destrozar algo para aminorar su rabia. Busco en los asientos traseros algún libro o algo con que entretenerse, la espera parecía que iba a ser larga, muy larga. Pero sólo encontró periódicos viejos, una caja de cartón semi destruida en donde un chico con ojos rasgados había depositado su pedido días antes cuando fue a un restaurante chino. Un paraguas averiado que estaba sobre una campera de cuero raída. En un rincón, sobre la alfombra felpuda, había un sinfín de migas de pan, un caramelo aún en su envoltorio y una lata de gaseosa vacía. La limpieza del auto era algo que postergaba hasta meses. Estiro su brazo y levanto una pila de hojas de periódico con la esperanza de encontrar esa revista con el artículo de The Smiths, que no había terminado de leer y que recordaba haberla puesto ahí, cuando la compro pocos días antes. Nada. Se acomodo en el asiento. Encender la radio, nuevamente, no parecía ser buena idea. Había dejado su portafolio de discos compactos en el departamento, carajo. El fragor de la ciudad entraba por las ventanillas como una bandada de pájaros. La idea de dejar el auto abandonado ahí mismo le cruzó por la cabeza. Desistió de ella rápidamente. Lo único que se le ocurrió fue cerrar la ventanilla del copiloto para evitar escuchar la discusión que empezaba a tener el conductor de al lado por su móvil.
"Dios, acaso existe algo más en tus malévolos planes de ponerme contra las cuerdas por pura diversión Divina".
¡Claro que lo hay!, añadió rápidamente en voz baja.
Dios siempre tiene un as bajo la manga que no querrá atribuirse, para así, lograr confundirnos.
El automóvil delante aún mantenía sus farolas rojas encendidas. Un grupo de peatones aprovechó el embotellamiento para cruzar la calle. Pasaban frente al capo con parsimonia, no parecían tener demasiada prisa. Varias fueron las personas que le espetaron una tenue sonrisa o agitaron su mano en señal de agradecimiento. Un rictus desdeñoso fue lo que recibieron a cambio; Cristina no estaba de buen humor, y lo que parecía ser un gesto solidario no había sido más que un acto circunstancial al que su impotencia debía adaptarse con rapidez. Cuando paso el último, retomó la idea de abandonar el auto en medio de la avenida. Lo más seguro es que lo remolcarían a algún predio municipal, y luego de pagada la multa, listo, el problema no sería más que una anécdota en una conversación de amigos. Salió nuevamente del auto. Adelante, los carros permanecían estáticos, igual que antes, como si alguien hubiera tomado una fotografía y en su imagen, el tiempo, no hubiera pasado. Entre todo, calles adelante, Cristina, diviso al motorista detenido (¿Dónde han quedado tus cojones impacientes, eh?) frente a un semáforo en rojo. No habían pasado ni medio segundo cuando el motorista aceleró y se introdujo en la calle que llevaba la vía. Maldito. Cristina vio la vía a su costado: ningún auto. Supo que era ahora o tener paciencia. La cual no tenía. Ella podía emular los cojones de aquel motorista; entro a su auto, giro el manubrio hacia a su izquierda, sobre la avenida, hizo el cambio y…
Los neumáticos habían dejado una nueva marca. Esta vez de una forma curva.
Mientras iba contra la vía a toda velocidad, Cristina que pensó iba demasiado lento (por muy que el velocímetro dijera lo contrario), así aceleró aún más. En ningún momento desvío su mirada de la calle vacía, pero aún así, podía imaginar los rostros de los otros conductores, perplejos, por su intrepidez. O estupidez. Qué carajos; la envidia siempre magnífica los errores del prójimo. Era ella quien estaría en la sala de Urgencias, no ellos…
Era ella quien estaría regodeándose.
Pero, antes de pisar el acelerador, Cristina, se hubiera preguntado como se encontraba su racha ganadora. Si lo hubiera hecho, sabría perfectamente que, el resultado no era nada adelantador para ella…
Si horas después, alguien hubiera preguntado a Cristina, que carajos estaba pensando cuando hizo eso, y que, por suerte había salido medio librada, casi muerta, de aquel brete. No hubiera dicho nada, sólo la abría visto directo a los ojos, esbozando esa sonrisa cínica que tantos problemas le había traído en el pasado. Y le traería en el futuro. Sin atisbos de arrepentimiento por lo ya hecho, con la misma idea rebotando en las paredes de su cabeza:
¡Que se jodan todos…!
A expensas de saber que el precio había sido demasiado alto, esta vez.
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