A toda prisa corrió hacia lo que parecía ser la opción más cercana para resguardarse de la lluvia. La gradilla era estrecha, a penas y podía mantener el equilibrio por los temblores de su cuerpo, friolento. Las leves sacudidas la hacían ver como si fuera un funámbulo meciéndose sobre una cuerda tensa a varios metros de altura del suelo. Las zapatillas estaban empapadas, podía sentir las calcetas húmedas pegarse a la piel de sus pies, seguramente arrugados como una bola de papel lista para ser lanzaba al basurero. El pantalón, mojado a la altura de los tobillos, había adquirido un peso extra por el agua acumulada en sus tejidos. Habían sido varias las ocasiones en las que intentó saltar charcos para evadir lo inevitable. Poco importaba el diluvio que caía sobre ella. Lo importante era alejarse lo más pronto posible de la soledad que la cubría como un manto gris que empezaba a asfixiarla cada vez más.
Los latidos en su pecho se estremecían como si su corazón estuviera resguardado en una caja de hojalata donde el eco montaba guardia.
Detrás había quedado el departamento de Cristina, muchas calles atrás, pero no las suficientes como para olvidarse de ella por completo.
Ni de Milena.
El regusto de café en su boca permanecía latente como la imagen de un recuerdo; traslúcido pero sin diluirse totalmente. Reacomodo su postura, en medio de un señor con un portafolio en las manos y un joven con audífonos a todo volumen, salpico un poco de agua y pidió disculpas sin recibir respuesta alguna. Las gotas de agua pronto hicieron un charco bajo sus pies. El frio empezaba a calar más hondo. Trató de no moverse tanto, tal vez así, el frió no sería tan enérgico. El señor se alejó de ella, el roce de su vestido con la chaqueta había resultado menos favorable para él. Sintió una embestida de aire proveniente de ese lado que la hizo dar un respingo como si la hubieran pinchado en una parte muy sensible con la punta de una aguja. Su piel se erizó instantáneamente. Trepidó. El chico de al lado volteó hacia donde estaba y le espeto una mirada lasciva. No hizo nada. La dejo pasar por alto, era lo mejor, no quiso hacer caso a sus ganas de darle una bofetada y quitarle esa sonrisita de mierda del rostro.
Minutos después, aún tenía sus brazos pegados sobre su pecho como un escudo, evitando el embate del viento. El chico y el señor ya habían partido cada uno por su lado. Dejó escapar un nuevo suspiro de alivio, la lluvia había empezado a perder fuerza como sus ganas de caminar sin rumbo por las calles aledañas. Quiso regresar al departamento enseguida, había sido una caradura con Milena, aceptar la otra taza de café que le ofreció le habría evitado estar al borde de pescarse un resfriado de mil demonios. Debía pensar en que no estaba en estado de ser egoísta, tenía una vida dentro de ella. Además la charla había resultado más grata de lo que esperaba, quizás había sido el desencadenante de su repentino miedo, y por eso, había huido en un santiamén.
Sí esa era la palabra que definía con precisión esa actitud de niña aterrorizada.
Miedo. O cualquier sinónimo.
Si, si, así era, no había por que negarlo.
La manera en que Milena la observaba desde el otro diván como leyendo sus pensamientos. El garbo con que tomaba la cuchara para endulzar su café. Cada movimiento prefabricado como si estuviera escrito en un guión y lo hubiera memorizado a la perfección manteniendo siempre la elegancia en cada ademán. La forma en que caminaba como si fuera la Reina del Mundo, que al menor chasquido de dedos, hace que las cosas cambien
(El mar separándose como las hojas de un libro para dejarla transitar, sin estorbo alguno, a ella y cualquiera que este aferrado a su mano)
al color que mejor le place. Aportando su silencio certero. La ausencia palabra. El mohín resplandeciendo en su hermoso rostro. La inclinación sublime con la cabeza mientras coloca la taza de café sobre la mesilla del centro. Los espacios entre frases, formando los puntos suspensivos imaginarios, imprimiéndole mayor presencia al próximo hueste de palabras. Enarcando las cejas con sensualidad. Desviando la mirada hacia Gallimard pero sin dar la sensación de estar distante. Manteniendo el hilo de conversación como si ya la hubiera vivido miles de veces. Reconociendo recovecos. E intentos de evasión. Esperando el tiempo justo, y resituando las cosas sobre planicie ya pisada con anterioridad. Ordenando la sinfonía como el director de una orquesta. Atando cabos sueltos, tejiendo conjeturas hasta lograr encontrar eso que se quiso ocultar.
Esa era la sensación que había dejado Milena en ella.
En contraste
(Era inevitable no hacer alguna comparación con Cristina. Y encontrar las diferencias entre una y otra, pero con el mismo efecto portentoso)
ella que iba por las calles como una pequeña aterrorizada. Sólo hacia una muñeca de trapo aplastada contra su pecho hasta hacer que el vestido de tul pierda su garbo delicado. Ahí estaba, evitando la mirada del resto, escondiendo los ojos tras un fleco desarreglado y el cabello a medio sujetar por una coleta. Con las lágrimas al borde de las pestañas, dispuestas a derramarse a la menor provocación. Con un grito de auxilio atorado en la garganta, reuniendo la fuerza de una tormenta eléctrica, hasta llegado el momento de liberarse. Esperando a que le cerrojo cediera…
Si al menos las cosas fueran tan sencillas como cuando se pasaba horas maquillándose con mamá. Una aplicando un poco de rubor en la mejilla, mientras a la otra retocaba el pintalabios con pericia. Intercambiando besos y sonrisas.
La nostalgia prevalece, sobre cualquier cosa, si se esta sobrevolando en las enormes llanuras de la memoria.
Claro que extrañaba algo, mucho, de esos días lejanos, muy lejanos en el plano del tiempo. En especial esa imaginación ocurrente que siempre le dotaba de un argumento ingenuo, sin la pretensión de querer tener la razón, con el que lograba una enorme sonrisa y un beso en la frente con la ternura suficiente como para intentar un nuevo intento fallido de solución al problema.
Las cosas que se pierden en la vida nunca se ven superadas por las que se adquieren después. Al menos en lo relacionado con la inocencia de la niñez y lo que le sigue, no.
Las cosas admirables de la vida pierden su potencial adquisitivo con el desgaste de la fascinación, se dijo. La voz en su interior sonó lánguida. Sin luz. Y sabía que cuando estaba de esa forma, no era una buena compañía para nadie. Agradeció no estar junto a Milena en aquel momento. Mucho menos con Cristina, quien no le hubiera aguantado su montaña rusa de sensiblería.
Las gotas de lluvia que se descendían a gran velocidad desde el cable eléctrico se esparcían por el arcén al momento de estrellarse contra él. Una explosión líquida que iba a parar en partes más pequeñas en la punta del calzado que sobresalía del borde de la gradilla que empezaba a desocuparse. La mayoría de personas que se habían refugiado bajo la pestaña del edificio, al ver la merma de la lluvia, habían optado por seguir su marcha. Sin gracias o adiós. O un mucho gusto. Un nos vemos luego postizo. Un gesto que los distinga
(Cuando un pequeño detalle se queda para crecer con el tiempo hasta convertirse en el único recuerdo de un día frívolo)
del resto.
Entre la gente, Filomena vio a una pareja de novios caminando del otro lado de la calle, entre la multitud. Con su brazo en forma de V, la chica, sujetaba el dedo índice del hombre que apoyaba su brazo en uno de sus hombros. El gesto le recordó aquella hoja (había pasado ya su niñez y nunca se enteró del nombre de ella) que al menor contacto se contrae como si tuviera cosquillas. Los pies de los dos se movían al unísono con la coordinación distintiva de un reloj suizo. Sonreían, él había dicho algo. Quizás algo gracioso. O sin sentido. La sonrisa de la chica hacía resaltar más sus labios recién retocados con labial rosa. El cabello platinado de la chica se pavoneaba dócilmente sobre la corriente de aire frío. Los delgados brazos estaban al descubierto mostrando su delicada piel, angelical. El vestido floreado le llegaba un poco debajo de las rodillas, no llevaba tacones. Estaba embarazada, al igual que Filomena. Su cuerpo resplandecía con la belleza de una palabra dicha en el momento justo. El novio (ninguno llevaba anillo en su dedo anular. Aunque eso no significaba la ausencia de un compromiso serio) se detuvo un momento frente a una vitrina de cristal. Se separó de ella pero tomo su mano rápidamente como si con eso evitará ser engullido por el mar de personas que pasaba junto a ellos. Luego, el tipo se puso detrás de ella y rodeando la cintura coloco suavemente las dos manos sobre el vientre abultado, luego apoyo su cabeza, en el mismo hombro donde segundos antes había estado su brazo, mientras le decía algo al oído. Sonrieron nuevamente. El volvió a decir algo. La chica giro sobre sus pies para estar de frente a él. Puso sus manos sobre los hombros y entrelazo sus dedos para hacer palanca y hacer que se él inclinará hasta lograr que los rostros estuvieran uno cerca del otro. Un automóvil pasó velozmente sobre la avenida salpicándoles con agua. Se separaron mientras cada uno se sacudía la ropa. Las risas atravesaron la avenida, varios metros, hasta retumbar en los oídos de Filomena que había permanecido absorta todo el tiempo acariciando su abultado vientre. Esperando que las miradas femeninas se cruzarán un leve instante, el necesario, para un convenio de sentimientos disimiles entre una y otra.
En un segundo la pareja había desaparecido de la visión de Filomena, habían sido tragados por la gente que caminaba con desinterés. Cada uno armando su propio rompecabezas existencial. A Filomena no le gusto la observación. Lo único que tienen en común las personas extrañas es la apatía que tiene uno por el otro, pensó. Decidió hacer lo mismo con ellos. La idea carecía de sentido alguno para ella. No era lo suyo, lo sabía perfectamente. La rabia nos hace contradecirnos, rezongó para sí misma apretando fuertemente los puños. Recordó la descortesía del aquel desconocido y la mirada insolente de aquel chico. Pensó que si no fuera por la facilidad con que cambiaba de opinión no estaría en el brete en el que se encontraba.
Las calles empezaban a exultar un vaho que se elevaba soltando una fragancia húmeda que se esparcía varios metros alrededor hasta desaparecer como el sonido de una tecla de piano. Por momentos Filomena unía sus manos y exhalaba sobre ellas el aire caliente que provenía de sus pulmones. Caminaba con rapidez para entrar en calor. La ropa aún estaba húmeda como trapo recién puesto al sol. Giró nuevamente hacia la calle, tuvo la sensación de haber estado dando vueltas en círculos. Luego tuvo la idea, la necesidad, de hacerlo hasta que el sol desapareciera tras los enormes edificios y no tener otra opción más que regresar a… ¿A dónde? ¿Al departamento de Cristian? ¿A casa con su aún esposo?
Había estado deambulando por las calles, a travesando charcos, evitando la mirada fugaz de gente extraña, serpenteando carros detenidos por semáforos, pensando en nada. Sabía que tuvo que pasar cerca de alguna cabina telefónica y nunca tuvo la menor intención de llamar a Richard. Revisó uno de los bolsillos en su remera. Tenía monedas, las suficientes como para hacer activar la contestadora y dejar un mensaje sucinto.
Algo como sedante:
“Estoy bien. No te preocupes. Perdona mi actitud. Te amo”.
Mintiendo.
O un:
“Salí a dar una vuelta, estaba aburrida en el departamento. Una de tus vecinas me prestó un paraguas. No tardaré mucho. Prepara la cafetera, me debes un desayuno y un revolcón. Besos”.
Mintiendo, nuevamente.
La manera en que se imaginaba su voz grabada en la cinta le era totalmente desigual en su intento por tranquilizar. En una, entrecortada e insegura como cuando rompía un jarrón de mamá y debía confesar a detalle conveniente la última travesura del día. Las palabras sonando como un gesto de súplica. Cargadas de remordimiento delatando su esperanza de evitar el encuentro entre la palmeta y su piel. El indulto divino.
La otra, jovial y esperanzadora como cuando esperaba el día de su cumpleaños para recibir los regalos de papá, mamá y los abuelos. Con la misma ansia de querer hacer añicos el papel de regalo y ver el nuevo juguete que tras los días dejaría tirado o junto a los otros en el desván de la casa.
Sabía que necesita cualquier cosa que le diera más tiempo para tomar una decisión definitiva.
Y claro que lo necesitaba, tal vez el mismo, que había desperdiciado en su veinte tantos años de vida.
Sintió que el barco de papel en el que navegaba, sobre las oscuras aguas de la incertidumbre, terminaría por desintegrarse en mil pedazos antes de que pudiera tocar tierra. Anclar de una vez por todas y una decisión tomada como bandera ondeando en señal de alegría.
Pero la Tierra Prometida ni siquiera se veía en el horizonte.
Necesitaba más tiempo, a solas, consigo misma. Ordenar las ideas en su cabeza, al menos un poco. Sin improvisaciones que jugarán en su contra.
Filomena estaba absorta en sus ideas, al borde de la banqueta, esperando que la luz del semáforo cambiara a rojo, cuando una motocicleta se detuvo frente a ella. Pudo ver su rostro reflejado en el cristal polarizado del casco. Luego el conductor levanto la escotilla obscura mostrando parte de su rostro. A pesar de los lentes obscuros Filomena reconoció la mirada detrás de ellos. Pero la sonrisa que se dibujaba en aquellos labios no le resulto familiar, ni cordial. Se quedó de piedra.
Ese era un buen momento para desatar la tormenta que llevaba dentro desde que salió del apartamento de Milena.
El barco de Filomena había llegado a tierra, más pronto de lo que pensó, pero el puerto donde había desembarcado era el equivocado. Estaba en tierras desconocidas.
Llevó una de sus manos al vientre, e inconscientemente tocó su dedo anular: no llevaba su argolla de matrimonio. Seguramente lo había dejado olvidada en la cómoda de Cristina.
Un frió helado le subió por la espalda. Nunca había sentido tanto pavor en su vida.
Esas eran tierras desconocidas hasta para Filomena…
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