marzo 20, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 3


Había tres televisores en el lugar. Dos en el vestíbulo principal, colocados en unos estantes que colgaban de unas gruesas columnas. Sin cable satelital. El único con ése privilegio estaba en la oficina del directeur del nido. (Sólo estuve dos veces en ese lugar: la primera cuando llegué y firmaron mi entrada. La segunda cuando se autorizó mi salida y regresé a mi piso). Bernard M. Skinner-Kleé tiene toda la fachada de ser un ochentón hijo de puta. No congeniamos. En varias ocasiones estuve presente cuando, entre cotilleos, distintas enfermeras hablaban de su arrogancia y sus ganas de magrear a todas, a excepción de la más anciana, la cocinera, la señora Harriet Hopkins.

Desde el principio, el trato que tuve para con él, fue hostil. Él tampoco perdió su tiempo en tratar de ganar mi confianza con el uso de un farol sacado del decálogo psiquiátrico. Asumo que lo hizo a sabiendas que firmaba los cheques del personal médico. Eran ellos los que debían lidiar conmigo, no él.

Cuando pisé la alfombra oriental desparramada en su oficina, acompañado de una joven abogada, asignada por Mortessen al seguimiento de mi caso, estaba sentado en una salita viendo televisión y bebiendo un vaso de whisky dorado. Se disculpó por no ofrecernos un poco, según él, era un añejo con demasiada distinción, V. O., no iba a malgastarlo en paladares acostumbrados a degustaciones de supermercado. Era, dijo, una botella especial para celebraciones. (¿Qué estaría celebrando el vieux cochon de Bernard, ése día?). Luego nos pidió que nos sentáramos en las sillas, frente a su enorme escritorio. Al percatarse del desprecio en mi mirada (me quedé parado en medio de la oficina como si conmigo no fuera la cosa), me dijo, tú puedes quedarte viendo «el aparato ése» si prefieres, hijo. Sentí asco cuando oí salir de su boca aquella palabra. Fui a sentarme al sillón. Detrás de mí, la conversación dio inicio. A los pocos segundos, escuché mi nombre salir de la boca de mi representante legal. Mi mediadora aseguraba a Bernard que mi hospedaje no excedería los tres meses que él, «muy gentilmente», había «donado» a mi recuperación, luego de eso, perdí el hilo.

Me mantuve, largo tiempo, abstraído y callado, casi hipnotizado viendo la televisión, mientras, a mis espaldas, esos dos, hablaban con jerga diplomática, un tira y afloja. El cuchicheo me irritó. No pude resistirme. Con disimulación logré llegar cerca del televisor y presioné el botón de volumen un par de veces. Lo suficiente para disminuir la confusión que provocaban esos dos al libreto que soltaba el narrador. De igual forma, no estaba en mis manos el poder emitir juicios que tuvieran valor. Así que opté por hacer acopio en no perder detalle de la transmisión en la tv.

Era un documental sobre la vida de un escritor chileno que había viajado a México luego del asunto de Pinochet. Fue todo un caso su vida. Roberto Bolaño era su nombre. Me conmovió saber lo que hizo, la manera de bancarse el rechazo. En el buen sentido de la palabra, todo un cabrón.

Ese día conocí al que será, por siempre, mi escritor favorito. Antes de él, no ha habido otro.

Para cuando el documental terminó, todo el papeleo de mi instalación en el Centro de Rehabilitación y Nosocomio Psiquiátrico de Gunchester (léase putrefacto trullo regentado por ratas uniformadas) había sido finiquitado. Ni siquiera giré a ver hacia donde estaba Bernard cuando salí de la oficina. Tampoco estreché su mano en señal de agradecimiento, como indica el adiestramiento protocolario. La abogada se disculpó por mí y, a juzgar por la respuesta de Bernard, poca importancia puso a mi insolencia. (Creo que la pute esa le soltó el coño a B, antes o después, no lo sé). Pocas fueron las veces en que, Bernard y yo, nos cruzamos en los pasillos, como dos completos desconocidos. Nos empeñamos en ejecutar de forma impecable nuestro papel: dos desconocidos que coinciden en espacio y tiempo. Pero nada más.

Nunca volví a ver a la inepta de mi abogada. No consigo recordar su nombre.

Para cuando Bernard cerró la puerta de su oficina ya me había jurado a mí mismo una cosa: al salir del nido, mi primer destino sería la biblioteca de la universidad.

Desde hace un año, cuando ingresé a la universidad, la Biblioteca Central, se volvió un lugar al que recurrentemente…, no sé si decir, iba o voy. El caso es que había hurgado la mayoría de los estantes en la sección de Literatura y nunca vi alguna portada con el nombre de mi escritor favorito. Eso me atormentó (tener que lidiar con la incertidumbre es una vil mierda) por largo tiempo. Días después, con la aparición de otro paciente, mi preocupación desapareció.

Hace dos semanas, salí del nido, y lo primero que hice, después de ir a dejar mis cachivaches a mi inmundo piso, fue cumplir mi juramento: fui directo a la biblioteca de la universidad a fisgonear los estantes en busca de Bolaño.

Era domingo 23. Los pasillos de la biblioteca estaban casi vacios. El silencio es una condición en ese lugar, al igual que el orden y el aire libre de humo de cigarro. Había pocas personas, y las bibliotecarias no prestan mucha atención a los visitantes. Aunque, siempre me sonríen sin una razón elocuente cuando me tienden el libro a préstamo externo y me indican la fecha de devolución. Creo que a eso le llaman compasión humana, en fin. En la sala principal de la biblioteca, atestada de mesas redondas y sillas, se respira un aire de quietud plena y aterradora soledad. La soledad nos dota del anonimato que permite prescindir de la modestia. La modestia no es sincera, es sobre fingir, al igual que la arrogancia, pero ésta, requiere de un grado más alto de creatividad, y es por eso, que me siento más cómodo con la segunda. Conozco a alguien que concuerda conmigo. Pero ése es otro cuento.

En la biblioteca había cuatro o cinco, creo que seis, novelas de Roberto Bolaño. Estaba realmente contento de saber al dedillo en que estante se encontraba la colección de libros de mi preferido.

La novela que escogí para leer fue Los Detectives Salvajes, un libro muy laureado. Y según el documental transmitido por aquel canal español, que vi en la oficina de Bernard, fue distinguido con varios premios. No recuerdo cuales fueron. Eran como tres o cuatro galardones, quizás más. Pero esa no fue la razón principal por la que decidí tomarlo. Fue otra. Me senté en una mesita a ojearlo. En la primera página de la narración encontré la palabra que terminó por engancharme, «visceralistas». Me pareció una palabra muy atrayente. (Tampoco fue esa la razón principal. Es otra…). Me lo llevé…

Dos días después, Martes 25, estando yo, en el pedazo de sofá de mi piso, sobre la página 127, aquel afán por leer a Bolaño, simplemente se disipó. Mi aberración al mundo había vuelto. Es decir, voy soltando a diestra y siniestra: « ¡Que se jodan todos! ¡Que se jodan todos! ». En esos momentos, no quiero ver a nadie ni escuchar a nadie, y tampoco, especialmente, saber de nadie, y así, y así, sin disimulo, mandó todos al diablo.

Nunca supe, con certeza, cual fue el desencadenante de mi Odio al Mundo en General, pero al tener el libro de Bolaño en mis manos, lo sentencié como el culpable de mi estado, sin derecho a juicio.

Entonces, fue así, como decidí regresar a la biblioteca, y devolver el libro. La encargada de recibir los «préstamos externos», me dijo, muy amable ella, hay más libros de Bolaño, por sí desea leer otro de él.

(¡Estoy hasta la hostia de la piedad que destila de la lengua humana! Cuando las personas me hablan con ese tonito piadoso me cabrean. ¡No quiero su pinche compasión, señores! Nada de eso funciona conmigo, no me subestimen. Si hay algo que pueden hacer por mí, es largarse. No encuentro consuelo en sus palabras. ¡Váyanse al diablo con sus nauseabundas frases misericordiosas!).

No le agradecí ni dije nada a la bibliotecaria, para qué. Me alejé del mostrador en silence y atravesé el molinete hacia las estanterías del fondo.

Al poco tiempo, estaba rondando los pasillos en busca de algo nuevo.

Tengo una sección en la biblioteca donde suelo encontrar la mayoría de libros que me han enganchado. Di una última revisión, sin resultado. Sin otra alternativa, me adentré en terrenos a los que suelo rehuir y me topé con Legítima defensa de John Grisham. Lo leí en tres días (cuatro, si se toma en cuenta el día que hice el préstamo externo en la biblioteca). (25) 26, 27 y 28. Cuando lo terminé me sentí una mierda (el final: Rudy Baylor, Kelly (Cliff), en el Volvo, alejándose de Memphis; no ayudó mucho).

Era imperdonable: no poder leer un libro de Bolaño, mi escritor favorito, y sí, devorar uno de Grisham, un autor que he estado evitando por años. Al igual que los libros de (en orden de aborrecimiento) Márquez, Llosa, Cortázar y Asturias. Un resto más, y otros: Olvidado rey Gudú, un asco. Sólo comparable con los de Coelho. Repugnantes. No puedo creer que tengan toda esa mierda ahí, ordenada y disponible, y ningún ejemplar de El Guardián en el Centeno de J. D. Salinger. ¡Gracias a cosas como esa me iré del mundo sin poder leer esa mierda! ¡Alguien debería hacer algo al respecto con ése libro en particular!, quizás, por piedad, donarlo.

En conclusión. (Quizás, mi ojeriza por algunos autores -Ni De Coña usaré la palabra escritores para Ellos- se deba a mi inopia en lo concerniente a Las Letras, pero agradezco que me mantenga al margen de esos, ¡grâce à Dieu! Ya que nunca he pretendido convertirme en el sucesor de Harold Bloom). Era un hecho: nunca podría leer un libro de mi escritor favorito. Y peor aún, en un ataque de desesperación, empezaría a leer a los tipos que he horadado con mi aversión. No soy del tipo que escupe al cielo esperando recibir un escupitajo en la frente. En mi vida, no hay espacio para arrepentimientos ni actos de contrición. C’est pas mon truc. El karma es una artimaña sacada de guiones hollywoodenses como corolario para finales felices y el éxito de taquilla. Y no pienso embadurnarme con mierdas que no me creo. Ni de coña.

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