Había una chica. Polly Walls. Aunque compartimos salón durante las sesiones de Gastón, en innumerables ocasiones, acumulé un centenar de oportunidades desperdiciadas a la hora de pretender entablar una conversación con ella. Nunca hablamos. Era interna desde hace poco menos de un año. Veintiún años de edad. Tez blanca, hermoso cabello, corto, hasta los hombros, teñido de rojizo, con mechas rubias en las puntas que reposaban en su dorso. Al poco tiempo volvió a teñirlo, castaño oscuro. No mucho delineador en las pestañas, sólo el suficiente, para hacer resaltar el voluble café del iris. Cejas dibujadas a trazo de pincel. Argollas en las orejas. Perfects lips. Sin fin de relojes en su delgada muñeca, distintos modelos y colores, casi podría decir que era uno distinto cada día. Desconozco el por qué de tan prolija colección. También, creo, retocaba el esmalte de sus uñas, a diario, siempre estaban impecables. Ongle sang-rouge.
Su caso, en particular, me pareció fascinante.
Según los rumores, tenía recuerdos de haber vivido una violación, ultrajes y demás actos repulsivos durante su niñez. El problema era que, como decían, su psicólogo, no había logrado descifrar si ella inventaba todo, o sí, en realidad, eran recuerdos de algo vivido. Tampoco -el psicólogo- había encontrado la forma de hacer desaparecer la incertidumbre en Polly. Ella tampoco sabía a ciencia cierta la veracidad de las cosas. Las imágenes en su cabeza aparecían junto con recuerdos fehacientes de su infancia.
Comprendo su inquietud, era justificada.
Me hubiera gustado decirle que estaba enamorado de ella, su mente enferma y memoria confusa. Debí haber pasado algún tiempo con ella, quizás, compartiendo una taza de café durante el tentempié del mediodía, junto a las mesas de vingt-et-un. Polly gustaba del café y el chocolate. Y los postres.
¡Debí haberme acercado a ella, y decirle que, quizás, tenía la posible respuesta a su confusión!
Naturalmente, todos tenemos recuerdos en volandas jugueteando en nuestra cabeza. Pero los únicos recuerdos que provocan una reacción melancólica, en nosotros, son los que hemos vivido. El resto, son sólo un relleno a cargo del titubeo y la falta de certeza. Insípidos. Claro que, de no haber logrado nada con mi presunción, romper el hielo, hubiera significado un consuelo alentador. Hubo varias noches en las que, pensando en Polly, no pude conciliar el sueño.
En mis últimos días como interno noté que su afición por la fotografía se desbordó como el cauce de un río luego de varios días de lluvia. Polly tuvo escondida entre sus cosas una cámara fotográfica Minolta -que había pertenecido a su padre. Asesinado cuando ella tenía cinco años-, a la que quitó el polvo de encima para fotografiar los girasoles que fueron plantados, coincidentemente, el día de su llegada, en la pequeña jardinera, bajo el alfeizar de su ventana. Así inicio su pasión por capturar imágenes. Quizás era una forma de asegurarse de que vivía las cosas. Ya no podía, Polly, fiarse de las luces de una atrofiada memoria, la suya. En su habitación estaba colgada una copia del cuadro de girasoles de Van Gogh.
En innumerables ocasiones le vi, a través de la ventana de mi habitación, hurgar los parterres cercanos a la clínica, bajo los rayos del sol, en busca de algo más que capturar en rollo. Polly rebosaba una belleza inmaculada. Cerca del mediodía, poco antes de la hora de almuerzo, debía despedirme de su lejana presencia y seguir con lo mío. Y justo cuando el sol estaba por ponerse detrás de las copas de los árboles, yo, salía al jardín desolado, y recorría los jardines -los mismos senderos donde había visto a Polly con su cámara horas antes- en busca de la estela horadante del perfume. Nunca se estaba seguro si era el efluvio del pasto y los rosales recientemente irrigados, o la esencia de Polly, lo que predominaba al atardecer.
¡Ella-me-hace-desear-querer-estar-más-tiempo-aquí…!
Ahora debo olvidar a Polly. No será fácil. Pero no verla a diario hará las cosas más sencillas. No puedo imaginarla no siendo hermosa. Llevo un recuerdo de Polly en mi mente. ¿Sería muy cursi de mi parte decir que es la última persona en la que quiero pensar antes de…?
Había otros pacientes. Si es demasiada la debilidad de tu compasión empiezas a experimentar empatía con ellos. Nunca experimenté tal cosa. Luego de abandonar una de las sesiones de Gastón, de las que, se supone, debías salir con aires nuevos y una enorme sonrisa en la boca, en señal de esperanza y de haber encontrado la salvación propia, ibas directo a la ventana de «suministros» -eufemismo de «lugar lleno de medicaciones para dormirte»-, a recibir, de manos de una practicante, las pastillitas de colores que debías tomarte a falta de postre. Después de eso, el resto del día, podías ocuparlo a las diferentes actividades que te ofrecía el nido, como si de un viaje de placer se tratara todo aquel circo. Nunca fui a clases de pintura, alfarería, cocina o repostería -ni siquiera supe donde estaba la capilla a la que tantas veces me invitaron-, con ese tipo de entretenimientos, es como te coaccionan a formar parte del engranaje del sistema que quieren imponer. Creen que somos presos cumpliendo condena, pica piedras o algo así. Y yo, no iba a prestarme a esas mierdas. Todo mi tiempo, preferí invertirlo, en no mortificarme.
Y evitar, a toda costa, enamorarme más de Polly.
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