marzo 08, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 1


Gunchester, último día de la semana 44 del 2011

22: 27

A Papardelle y a usted, lector desconocido:

(¡Y un cojón! Un hermoso día es sólo un consuelo. Y el resto de días que lo rodean el ardid gastado para sobrevalorarlo).

Debo precisar que, no soy un puto escritor. Ni lo quiero ser.

Le plus drôle c’est que j’ai l’étoffe d’écrivain. Dicho eso, confieso que voy a abastecerme de frases trilladas. Atestar hojas con palabras, y publicar en un puñetero blog, no te vuelve uno, un escritor. Un best-seller tampoco te hace merecedor de ser etiquetado de esa forma. Se requiere de pasión y tiempo. ¡Dedicación y compromiso hasta la hostia! Un arsenal de historias, y la paciencia para llevarlas al papel, sin desanimarte, cuando no eres capaz de concluir un insignificante párrafo. Y claro, un pobre diablo, realmente interesado en leer lo que haces.

Estoy más cerca del Yom Kippur -día de expiación judío- que de todo eso. Según ellos, soy un perturbado. Y más nada.

En un día cualquiera, haría todo lo que estuviera a mi alcance, para hacer desaparecer de mi cabeza, todos esos recuerdos que me provocan angoisse. Pero llega un momento en la vida -yo os comparto el mío, ¡ahora!-, donde todo acto cobarde, no debe repetirse más. Hacer lo adverso, resulta menos inmundo, más viable, y, posiblemente, desquiciado. ¡Puesto que se deben tener razones indisolubles si uno piensa rellenar su cabeza con pólvora! Debe ser así, coûte que coûte. Mi suicidio es ineludible

He decidido horadar los niveles del dolor resistibles con mi propio fin. Y ruego a la chusma ¡pour l’amour de Dieux! no confundir lo que os digo con una note suicide. No busco hacerlos morder el anzuelo con presunción tan vana.

Para eso, mejor, unos versitos ondeando el gallardete del drama humano y su adulación al sufrimiento propio, el de uno mismo, ¿no?

¡Tampoco es un grito desesperado que implora por UNA MALDITA ayuda! ¡LA DE CUALQUIERA DE USTEDES!

Roberto Bolaño es mi escritor favorito. Nunca he leído un libro completo suyo. Ni voy a hacerlo. Estoy totalmente seguro. La raison principale: ya habrá alguien que lo leerá por mí. Además, el desgano con que suelo abordar las novelas -un lastre con el que he cargado desde hace mucho-, no me hace merecedor de sus líneas, las de Bolaño, escritas con la vehemencia inimitable de aquel que está advertido del número de latidos restantes. Los que le quedaban disponibles los dio en dos mil tres: Bolaño murió en julio (¿o fue junio?). Ése año, en que falleció, siendo honesto, y sin querer sonar lacrimoso, marcó mi vida. Para siempre. Perdí más de lo que pude soportar. En esos días, no había en el mundo mercurio ni termómetros suficientes para medir mi sufrimiento (¡Esa es la exageración a la que hacia mención!). Pero sigamos hablando de Bolaño. Ese tío dejó su vida en cada libro publicado. Se fue extinguiendo, gradualmente, por cada línea más tarde impresa. Así.

El origen de un libro a canje de la agonía de su autor

Emile Zola dijo que el camino del arte había sido «señalizado a costa de sangre». Imagino que Bolaño, pensando en la Literatura, se lo tomó muy a pecho. Bolaño se fue, su creación, no. Algo de él, permanece en el sepulcro perenne de todo escritor, la tinta. He ahí, sus cenizas, mes amies. Romántico, ¿no? ¡Faltaba más! Ese es el tipo de sentimentalismo al que apuesto, envidio, y que denodadamente pienso reproducir. Lo he reservado para mi último día de vida: aujourd’hui

Durante tres pinches meses estuve alojado en una clínica psiquiátrica. (Me tomé el atrevimiento de bautizar ésa madriguera como nido de ratas). Fui obligado a ir a innumerables charlas de motivación impartidas por un psiquiatra llamado Gastón Schneider Atkinhead, un cuarentón de cabello rubio que, según supe tiempo después, tuvo una hermosa familia coronada por una esposa abnegada y tres hijos, a los que amaba a más no poder, y que él mismo mandó al diablo, al cepillarse ¡sobre su escritorio! ¡En su oficina! ¡En la Facultad donde era el Decano! a una aspirante a psicóloga. De eso, hace poco más de un año. Ése revolcón de Atkinhead fue un chisme que recorrió todos los recovecos posibles en el gremio de los loqueros, según me contaron.

La licencia médica no le fue suspendida gracias a su capacidad de lamer culos. Todo un esclavo de bata blanca. De la fulana nada se supo después.

En mi segundo día, como interno, tuve mi primer cara a cara con Gastón: harto de esperar, sentado en la silla que me fue asignada (por mi número de serie rotulado en el respaldo), de brazos cruzados, estaba, cuando abrió la puerta cargando el cartapacio negro de cinco centímetros de grosor: expedientes clínicos. Los de todos los que constábamos allí. Una tropa de 26 internos -la semana siguiente se sumó otro, 27-, entre drogadictos, enfermos mentales y personas que desconocían la razón por la que estaban en ése puerco salón de mierda henchido de incertidumbre, como el interno IRG-26, moi.

Un día salí de casa a la farmacia más cercana por pastillas. La semana posterior estaba frente al Juez Mortessen escuchando su dictamen. Me sepultó vivo. D’avance, supe, la jodida vida que esperaba a por mí. Todo había ocurrido tan rápido. En un santiamén fui condenado a formar parte del nido.

Me causó mucha rabia darme cuenta que un total desconocido, hasta ese entonces, era poseedor de un manojo de papeles que detallaban los desatinos de mi vida personal, todo agrupado, con una goma elástica. Denigrante.

La bata blanca de Gastón estaba impecable, al igual que la camisa, mocasines y cabello engominado. Pidió a cada interno ponerse de pie y decir su nombre; fuerte y claro. (Ese día fue la primera vez que oí aquella dulce palabra: Polly). Luego de mí, era el último eslabón en aquella cadena de rostros apacibles en su nervura, él se presentó.

La pomposidad con que pronunció sus apellidos me pareció ensalzada, su vanidad se podía oler a metros, al igual que l’eau de cologne, que llevaba encima. No quise darle gusto al mequetrefe ése, así que siempre lo llamé por su mísero nombre, Gastón. Sin motes académicos. Nada, ni nadie, podía obligarme a llamarlo «doctor».

A pesar de ser marcado como el interno IRG-26 siempre se me llamó, por Gastón y enfermeras, por mi nombre de pila así que, obviamente, según la lógica de, «cómo me trates te trato», los llamé por el suyo. Pigs.

En esos días, por primera vez, mi depresión crónica, jugó en mi contra. Ser un paciente encasillado, clínicamente, como un «perturbado» te vuelve la comidilla entre los psiquiatras y enfermeras, que, luego de haber leído varios textos motivacionales, y unos cuantos libros de Coelho, y la memorización de diversos salmos, no dejan de verte como la fuente de su membrecía divina y la excusa para acumular horas extras. No era el único en lidiar con ellos, pero mi presunción me hace pensar que era el primero en su lista a la hora de llevar a cabo «la primer salvación del día para la gracia de Dios»: forma denominada comúnmente para hacer valedero el cheque a fin de mes.

Debíamos asistir a dichas charlas con Gastón todas las mañanas, luego del aseo personal y el desayuno. Nueve y media, en punto. Listos y dispuestos a hacer cumplir el Programa escogido a cada uno, según el nivel de alineación del «tratado», léase interno. Eran dos horas larguísimas oliendo la autocompasión de tipos con síndrome de abstinencia. Durante ese lapso de tiempo advertías que, en la mirada de aquellos rostros demacrados, estaba la angustia de aquel que implora por una oportunidad de largarse de ahí e ir a pincharse los espacios restantes en sus venas. No me sería extraño que muchos de lo que siguen internos mueran a manos de una sobredosis de heroína, barbitúricos o lo que su bolsillo les permita. Ni tampoco, que la primera persona a la que quieran visitar al salir, sea a su camello. Los temblores sobre las sillas plegables, luego de tres o cuatro días, parecen imágenes de uno mismo reflejándose en un espejo.

(Los monstruos de la esperanza no resisten la tentación de devorar el cebo que cuelga de la lengua de Dios).

Los esquizofrénicos son los ejemplares más agradables que he conocido y con los que no he cruzado palabra alguna.

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