junio 01, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Ova I


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Dejo la toalla sobre el respaldo de la silla. De reojo vio el reloj en la pared, aún quedaba mucho tiempo pero había que cambiar el curso las cosas. Anticiparse a los movimientos del otro jugador. Demoler los planes del adversario como si fuera la cáscara deleznable de un huevo. Cristina no quería vivir la experiencia de los tripulantes del Titanic en carne propia. Tomo las llaves del clavo junto al pestillo de la puerta. Al cerrar estuvo a punto de poner el cerrojo, pero recordó que Filomena esta dentro, en su habitación. Aunque hubiera querido dejarla confinada, por seguridad, no lo hizo, Filomena, era tan infantil como para armar un barullo de mil demonios, y tan rentable para la prensa local como la masacre de la pizzería Pozzeto, el 5 de diciembre de 1986. No es que Filomena fuera un Campo Elías Delgado en potencia, con resabios bélicos de una guerra, pero no era aconsejable ponerla al borde de la cornisa para medir su improvisación. Cristina ya tenía suficientes cosas con que lidiar como para agregar algo sin explicación lógica a la lista. Con el peso de su cruz le bastaba…

En el estrecho corredor se topo con el gato de la vecina del frente. Las miradas se cruzaron. El felino huyo por los escalones de madera hacia la recepción, Cristina se sintió igual, como si estuviera huyendo, intentando sobrevivir, al punto de sufrir un ataque de pánico. Pero no era un miedo rutinario como el de su fobia hacia los pollos. Algo penoso, decía cada vez que alguien hacia un comentario sobre eso. Era un escozor más sencillo pero letal para su sosiego. Era un sentimiento similar como cuando pequeña una prima cuidaba de ella, y luego de un ingenuo incidente tuvo que esperar las imprecaciones de papá en el dormitorio. Una larga espera en el camastrón, con la cabeza baja, los pensamientos bullendo y tratando de anticipar el quejido de la puerta al abrirse. Ese sentimiento, volvía a vivirlo. Y la paralizaba. Cristina en un silencio virulento que rebotaba en las paredes como si fuese eco. Recordando a cada momento pasajes inconclusos y borrosos de lo sucedido aquel día.

No era la anécdota la que la atormentaba sino los sentimientos. Pero no había sentimientos sin anécdota.

Cristina y su prima (mayor que ella por unos 20 años) estuvieron en la cocina preparando un frugal tentempié aquella tarde. Era una tarde primaveral, le decía su memoria a Cristina. La prima -Cristina tenía 5 años, en ese entonces, recordaba muchos pasajes pero no el nombre de la hija de tía Margaret-, decidió preparar una compota de guayaba. Sobre la mesa y el suelo fueron cayendo las tiras de piel lisa, verde. Con la ayuda del pelador que mamá guardaba en un cajón junto al resto de los utensilios de mesa cada fruta fue quedando desnuda sobre la tabla de picar. Corto en pequeños segmentos la fruta y los coloco dentro del vaso de la licuadora. Cristina, aún visualiza la mano de su prima llevando los trozos hacia el fondo del recipiente de vidrio, cuidadosamente, para no cortarse con las filosas aspas de metal. No recordaba por qué ni de donde le vino la idea, pero lo hizo. En el preciso momento en que la prima colocaba las últimas porciones, presionó el botón. El grito que anticipo la caída de cosas al piso de linóleo hizo darle un salto sobre la enorme mesa, donde su prima la había colocado minutos antes. Nunca supo sí el dedo quedo dentro del recipiente junto a la pulpa semi-licuada o si sólo había sido un corte profundo que sanó con las semanas. Un detalle que quedo siempre en su memoria fue el reguero de sangre sobre la mesa, el piso y que salpico su vestido blanco. Ah, y la imagen nerviosa de su prima arrojando todo al suelo (junto a las gotas rojas) en busca de un paño con el cual hacerse un torniquete en la herida. Una vecina, escuchó los gritos, y fue ella quien llamo a la ambulancia y recibió a los enfermeros en el portal mientras Cristina miraba a su prima quejándose del dolor en el sofá de la sala, sujetando el paño con fuerza, envolviendo la extremidad, apretando bien los dientes. Desesperada. De reojo la pequeña miraba como la frente de su prima perlaba por el sudor.

Cristina odio los momentos previos a la llegada de la ambulancia, su prima no le dirigió una mirada en todo ese tiempo. Se sentía culpable, impotente. Escuchar las sirenas acercándose fue un ingente alivio para su conciencia que estaba junto a ella, en un rincón de la sala. Cristina estaba tan asustada que ni recuerda como fue que llegaron los paramédicos a la enorme habitación donde estaban y desperdigaron todos los utensilios en la alfombra. De pronto estaban ahí, con su uniforme blanco y el fastidioso aroma a alcohol medicinal. Fue un joven enfermero quien limpió y desinfectó la herida antes de llevarse a la prima Francy, ese era su nombre. Se fueron al hospital, esa fue la última vez que vio a la prima Francy. Tras su recuperación se fue a estudiar a una universidad brasileña. Hablaba casi perfecto el portugués. Filha, era como le llamaba siempre acompañada de una hermosa sonrisa dibujada en sus labios rosados. Nunca volvió a escuchar esas palabras.

Cristina se quedó unos minutos en casa de la vecina quien le dio un poco de leche antes de regresar a casa (los padres de Cristina pronto llegarían a casa del trabajo), y limpiar el desorden en la cocina.

Filha…

Los recuerdos son un ave fénix y los humanos los encargados de fundirse en sus alas férvidas. Cristina lo sabía perfectamente. Y no siempre vienen acompañados de sensaciones placenteras. No quería otro igual, así debía ser algo para contrarrestar las cosas, desviarlas de su cauce inexorable.

Cristina bajo las escalinatas, el gato no esta en el sillón floreado donde siempre se posaba. Abrió la compuerta de cristal y el aire fresco elevo sus cabellos. Hubiera querido elevarse como las hojas secas agolpadas en el pavimento. Levitar, sin ideas perturbadoras que hacían que su cuerpo fuera grávido, casi al punto de resquebrajarse casi en su totalidad. Subió al automóvil, insertó la llave y puso en marcha el motor. Debía pasar a una gasolinera por nafta. El tanque estaba casi vacio, como sus esperanzas de salir bien librada del laberinto en el que se encontraba. Antes de pisar el acelerador vio hacia el edificio donde vivía, el gato estaba en la puerta principal. Sus miradas volvieron a encontrarse pero esta vez quien huyó no fue el felino. Los neumáticos rechinaron en el pavimento en un fragor que fue apagándose, como la imagen del auto que desapareció al cruzar en la esquina hacia la avenida 8.

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