Cuando llegué, con un par de minutos de retraso, Papardelle, estaba
sentado frente a mi asiento, con una maldita sonrisa en la boca, la misma que
dibujó Bernard cuando firmó la autorización de mi salida: como si el mundo les
debiera algo. Se creen merecedores de tal privilegio. «Te estábamos
esperando», me dijo Gastón señalando la silla para que tomara mi lugar. «Bien, desde hoy -siguió como si estuviera hablando a niños de parvulario-, tenemos un nuevo integrante en el grupo». Con un gesto de
mano hizo que todas las miradas se concentrarán sobre Papardelle. Gastón iba a
decir algo, pero Papardelle, lo interrumpió: «Se ve que lo suyo, doc, no es amenizar fiestas…». Se levantó de la silla. Inicio su discurso con un «mi nombre, no
pienso decirlo…». Este tipo esta mal, pensé, por quién nos toma. «No voy a hablar
con nadie -prosiguió-, al menos, no tengo intención de hacerlo. A diferencia de ustedes, no
estoy aquí por decisión de terceros. Tampoco pienso decirles el por qué de mi estancia. Puede seguir con lo suyo,
doc...». Volvió a sentarse. Su silla era la única sin identificación en el
respaldo. (Nunca le fue asignado un número de serie, como al resto de nosotros,
unos optaron por llamarlo, en cuchicheos, el
interno 27). Gastón cambio de posición las piernas. «Es la presentación
más extraña que he presenciado en este sala», dijo antes de
retomar el rumbo de la sesión. «Es otro pimpollo más, con aires de listillo -pensé yo-. No puede ser posible que nos restriegue su arrogancia por la cara, y
no hagamos nada. ¡¿Ese tío quien se cree
que es para venir con esas chorradas y aires de importancia?! ». Cuando salí
de mi ensimismamiento, Papardelle, parecía verme, fijamente, pero al no saber
si era yo, el verdadero blanco, volteé a ver hacia la ventana del fondo, detrás
de un grupo de pacientes. Me percaté que Polly no estaba en la sala. No tenía
sentido estar ahí dentro.
Cinco minutos después, mientras Gastón proseguía con su charla,
Papardelle, volvió a interrumpirlo con una enorme carcajada. Lo que le siguió a
eso, fue más extraño. Le dijo a Gastón que era momento de sincerarse. Gastón
frunció el ceño.
« ¿Saben que
pasó con el último tipo que intentó ser benévolo con la raza humana? ¡Lo
crucificamos…! Estamos ante una gran pérdida de tiempo, especialmente, usted,
doc. Y que me dicen ustedes… Por qué coño perdemos la mitad de la vida
cuestionando la rutina humana. Vivir es sencillo pero nos encanta sabotearnos:
el futuro es una ilusión inmutable. Pero… ¿Qué pasa cuando en un sueño aparece
un elefante rosado? Seguimos nuestro camino, no, como si nada; lo absurdo tiene
sentido. Y claro, unos dirán -obtusos ellos-, que tiene de malo eso, es un sueño, bestia. Pero, lo que yo no
comparto, es nuestra condescendencia ante lo ilógico ¿Quién de ustedes se
detiene y piensa, aunque sea un sueño, que putas hace ése maldito Dumbo
afeminado aquí, eh? ¡Nadie! ¡Acaso no lo ven! ¡No se cuestiona con los ojos
cerrados! Entonces, el error está en equivocar los escenarios…, la respuesta
está frente a nosotros, sólo debemos traspapelar las acciones: la vida es un
sueño del que se despierta al morir. No quieren vivir, despierten, y listo.
Dejemos reservado las lamentaciones para al mundo onírico. Libre albedrío es el
eufemismo hecho por Dios para suicidio, señores. Ahora, desaten sus manos,
quiten cadenas, candados, derriben paredes, rejas, muerdan el alambre de espino
hasta que sangren encías, lárguense de aquí, ¡sois libres…!»
Todos oímos perplejos aquellas palabras. Gastón le gritó que cerrará
el pico. Pero Papardelle no se inmutó. La habitación, explicó segundos después,
debía ser ocupada con estantes llenos de libros -citó nombres de varias obras,
e hizo énfasis, en las que, de ninguna forma, debían estar en las repisas. Por
suerte, los libros de Coelho, estaba en la segunda lista. No mencionó a Bolaño-, y unas computadoras con internet. Cuando hizo mención de los libros,
lo primero que se presentó en mi cabeza, fue el Bolaño del documental con un
cigarro en la boca y su pelo desalineado. Papardelle y Bolaño parecían cortados
con la misma tijera: el mundo les valía una mierda.
Aquel tío, al final de todo, tenía algo de encantador. Gastón hizo caso omiso a los comentarios y prosiguió
con lo suyo; aburrirnos. Pasaron pocos minutos. Papardelle dejó la habitación
con rostro apático. No parecía molesto pero sí aburrido; le vi bostezar antes
de irse. Nadie, yo estando presente, había abandonado una sesión sin autorización
de Gastón, menos, en su primer día. De haber sabido que era tan relajado
Gastón, lo habría hecho antes sin pestañear.
Lo pensé largo tiempo, y al final, la tentación pudo más. Estaba harto del guión que Gastón nos
soltaba a diario, cada puñetera mañana como si no pudiera hablar de otra cosa.
Siempre lo mismo.
Papardelle había
sido provocador… El rebaño, se quedó con el ovejero, sólo yo, seguí las huellas
del lobo estepario.
Cuando estaba afuera, en el pasillo, ya dos asistentes de enfermería tenían
a Papardelle tomado de los sobacos. Caminaba en medio de aquellos dos gorilas
como si fueran sus escoltas custodiándolo hacia al cuarto de aislamiento. No
era el mejor lugar para instalarse, según decían. Nunca fui a parar ahí. Los
tres cruzaron la esquina. Una enfermera, detrás de la ventanilla de
suministros, me amenazó con llamar a seguridad y convertirme en «compañero de celda
de Papardelle» –fue así fue como supe su nombre- sino regresaba, inmediatamente, con
el «doctor Gastón». «Chupapollas», dije con voz baja, muy baja. No iba a darle el gusto a la gachí esa
de encerrarme.
Entré de nuevo a la habitación. La sesión de Gastón fue más de lo
mismo ese día. La ausencia de Polly se hizo tan insoportable como escuchar el
pausado transcurrir de las manecillas del reloj de Gastón.
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