abril 27, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 7


Cuando llegué, con un par de minutos de retraso, Papardelle, estaba sentado frente a mi asiento, con una maldita sonrisa en la boca, la misma que dibujó Bernard cuando firmó la autorización de mi salida: como si el mundo les debiera algo. Se creen merecedores de tal privilegio. «Te estábamos esperando», me dijo Gastón señalando la silla para que tomara mi lugar. «Bien, desde hoy -siguió como si estuviera hablando a niños de parvulario-, tenemos un nuevo integrante en el grupo». Con un gesto de mano hizo que todas las miradas se concentrarán sobre Papardelle. Gastón iba a decir algo, pero Papardelle, lo interrumpió: «Se ve que lo suyo, doc, no es amenizar fiestas». Se levantó de la silla. Inicio su discurso con un «mi nombre, no pienso decirlo…». Este tipo esta mal, pensé, por quién nos toma. «No voy a hablar con nadie -prosiguió-, al menos, no tengo intención de hacerlo. A diferencia de ustedes, no estoy aquí por decisión de terceros. Tampoco pienso decirles el por qué de mi estancia. Puede seguir con lo suyo, doc...». Volvió a sentarse. Su silla era la única sin identificación en el respaldo. (Nunca le fue asignado un número de serie, como al resto de nosotros, unos optaron por llamarlo, en cuchicheos, el interno 27). Gastón cambio de posición las piernas. «Es la presentación más extraña que he presenciado en este sala», dijo antes de retomar el rumbo de la sesión. «Es otro pimpollo más, con aires de listillo -pensé yo-. No puede ser posible que nos restriegue su arrogancia por la cara, y no hagamos nada. ¡¿Ese tío quien se cree que es para venir con esas chorradas y aires de importancia?! ». Cuando salí de mi ensimismamiento, Papardelle, parecía verme, fijamente, pero al no saber si era yo, el verdadero blanco, volteé a ver hacia la ventana del fondo, detrás de un grupo de pacientes. Me percaté que Polly no estaba en la sala. No tenía sentido estar ahí dentro.
Cinco minutos después, mientras Gastón proseguía con su charla, Papardelle, volvió a interrumpirlo con una enorme carcajada. Lo que le siguió a eso, fue más extraño. Le dijo a Gastón que era momento de sincerarse. Gastón frunció el ceño.
« ¿Saben que pasó con el último tipo que intentó ser benévolo con la raza humana? ¡Lo crucificamos…! Estamos ante una gran pérdida de tiempo, especialmente, usted, doc. Y que me dicen ustedes… Por qué coño perdemos la mitad de la vida cuestionando la rutina humana. Vivir es sencillo pero nos encanta sabotearnos: el futuro es una ilusión inmutable. Pero… ¿Qué pasa cuando en un sueño aparece un elefante rosado? Seguimos nuestro camino, no, como si nada; lo absurdo tiene sentido. Y claro, unos dirán -obtusos ellos-, que tiene de malo eso, es un sueño, bestia. Pero, lo que yo no comparto, es nuestra condescendencia ante lo ilógico ¿Quién de ustedes se detiene y piensa, aunque sea un sueño, que putas hace ése maldito Dumbo afeminado aquí, eh? ¡Nadie! ¡Acaso no lo ven! ¡No se cuestiona con los ojos cerrados! Entonces, el error está en equivocar los escenarios…, la respuesta está frente a nosotros, sólo debemos traspapelar las acciones: la vida es un sueño del que se despierta al morir. No quieren vivir, despierten, y listo. Dejemos reservado las lamentaciones para al mundo onírico. Libre albedrío es el eufemismo hecho por Dios para suicidio, señores. Ahora, desaten sus manos, quiten cadenas, candados, derriben paredes, rejas, muerdan el alambre de espino hasta que sangren encías, lárguense de aquí, ¡sois libres!»
Todos oímos perplejos aquellas palabras. Gastón le gritó que cerrará el pico. Pero Papardelle no se inmutó. La habitación, explicó segundos después, debía ser ocupada con estantes llenos de libros -citó nombres de varias obras, e hizo énfasis, en las que, de ninguna forma, debían estar en las repisas. Por suerte, los libros de Coelho, estaba en la segunda lista. No mencionó a Bolaño-, y unas computadoras con internet. Cuando hizo mención de los libros, lo primero que se presentó en mi cabeza, fue el Bolaño del documental con un cigarro en la boca y su pelo desalineado. Papardelle y Bolaño parecían cortados con la misma tijera: el mundo les valía una mierda.
Aquel tío, al final de todo, tenía algo de encantador. Gastón hizo caso omiso a los comentarios y prosiguió con lo suyo; aburrirnos. Pasaron pocos minutos. Papardelle dejó la habitación con rostro apático. No parecía molesto pero sí aburrido; le vi bostezar antes de irse. Nadie, yo estando presente, había abandonado una sesión sin autorización de Gastón, menos, en su primer día. De haber sabido que era tan relajado Gastón, lo habría hecho antes sin pestañear.
Lo pensé largo tiempo, y al final, la tentación pudo más. Estaba harto del guión que Gastón nos soltaba a diario, cada puñetera mañana como si no pudiera hablar de otra cosa. Siempre lo mismo.
Papardelle había sido provocador… El rebaño, se quedó con el ovejero, sólo yo, seguí las huellas del lobo estepario.
Cuando estaba afuera, en el pasillo, ya dos asistentes de enfermería tenían a Papardelle tomado de los sobacos. Caminaba en medio de aquellos dos gorilas como si fueran sus escoltas custodiándolo hacia al cuarto de aislamiento. No era el mejor lugar para instalarse, según decían. Nunca fui a parar ahí. Los tres cruzaron la esquina. Una enfermera, detrás de la ventanilla de suministros, me amenazó con llamar a seguridad y convertirme en «compañero de celda de Papardelle» –fue así fue como supe su nombre- sino regresaba, inmediatamente, con el «doctor Gastón». «Chupapollas», dije con voz baja, muy baja. No iba a darle el gusto a la gachí esa de encerrarme.
Entré de nuevo a la habitación. La sesión de Gastón fue más de lo mismo ese día. La ausencia de Polly se hizo tan insoportable como escuchar el pausado transcurrir de las manecillas del reloj de Gastón.

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