abril 12, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 6


Ocurrió una semana después de que me encerrarán en ése cuchitril. La hora de la cena había pasado no hace mucho, yo estaba sentado bajo el quicio de la puerta de mi habitación, pensando en Polly, cuando escuché pisadas acercándose desde el pasillo de la vuelta. Seguí con lo mío. Era una joven enfermera con una valija y otro tío. Pasaron frente a mí, la chica me dirigió una leve sonrisa, junto con un hola. Abstraído formando la sección verde de un cubo Rubik estaba el acompañante. (Sí me preguntan cual fue mi première impression, diría que era un tío como cualquiera. Pero había algo en su aspecto que no le vende, no sé si era su mirada apática, la puta sonrisa dibujada en su boca sin razón aparente, la manera de vestirse, su forma de andar. El caso es que partirle la cara, así, sin más, suena sensato. El simple hecho de que estuviera cerca, me perturbó. Aunque no prestaba atención a lo que yo hacía, me sentí observado, escaneado, por su indiferencia. Insultado. Y así, fue fácil caer en su juego. Y eso es lo que realmente me puso hasta la hostia: caí en la cuenta de que no podía contenerme. Es irresistible el no aceptar la invitación de atravesar las líneas en la palma de su mano y salir indemne. Parece sencillo hacerlo. Y como no, si él te pinta el cuadro de esa manera. El guiño de su petulante y magistral disimulo es su mejor treta). Al llegar a la última habitación de ese módulo, tres habitaciones después de la mía, otra enfermera les dio alcance y entregó un juego llaves a su colega. Las dos chicas empezaron a hablar en voz baja como si estuvieran compartiendo un secreto. A media conversación, Papardelle, el acompañante, empezó a tocar la puerta en señal de aviso para poder entrar a la habitación. Adentro no había nadie. Días antes, el inquilino (ahora ex inquilino) de esa habitación, interno GS-13, Gustav Som -un pobre diablo que aseguraba que el fin del mundo había ocurrido en 1927, cuando apareció la primer película hablada, The Jazz Singer, y que, «los seres humanos que habían nacido posteriormente eran una especie de aberración biológica»-, fue reubicado frente a la mía. La fuerza con que los nudillos se estrellaban contra la madera fue ascendiendo hasta lograr captar la completa atención de las enfermeras que no tuvieron otra alternativa que despedirse.

Papardelle fue el primero en entrar al abrirse la puerta. En un pestañeo, la enfermera, había entrado, dejado el equipaje, salido al pasillo y desaparecido de mi visión. La puerta marcada con un dos y un seis dorados permaneció abierta varios minutos (la luz del bombillo formó un cuadrado en la moqueta) hasta cerrarse de un portazo. El ruido del impacto reverberó y en mi espina dorsal sentí las vibraciones que se reproducían en el marco de la puerta. Los cristales de mi ventana tiritaron mientras la obscuridad reinaba en aquel rincón del pasillo. La soledad del corredor del fondo. La cadena de bombillos se apagó en armonía. Hice lo mismo, cerré mi puerta. Era hora de dormir. Esa noche, tampoco pude conciliar el sueño gracias a Polly.

A la mañana siguiente, en la sesión de Gastón, tendríamos un encuentro, Papardelle y yo, vis-à-vis -como lo llamaría él, en su francés masticado.

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