Por dos días seguidos, Papardelle brilló por su ausencia en las
charlas de Gastón. También Polly. Empecé a preocuparme por ella. Pero gracias a
los cotilleos de las enfermeras en los pasillos, llegó a mis oídos, el rumor
que estaba postrada en cama librando una batalla contra un catarro. Ah, y a
Papardelle le habían impuesto un castigo de 48 horas en confinamiento.
Papardelle salió de su condena según lo previsto.
Esos estúpidos no estaban enterados del favor que le otorgaban con el
encierro. Siempre regresaba de aquel lugar con aires nuevos. Polly empezaba a
dar pequeños paseos por los jardines, su salud, al parecer, estaba mejorando.
Aún estando enferma, Polly, emanaba su natural belleza.
Papardelle estelarizó un nuevo altercado, esta vez, con la señora
Hopkins, regresó a confinamiento. Cuatro días. El tío era un majareta, un
problema, pero siempre era recibido por todos como si nada hubiera ocurrido. Me
trastornaba estar cerca de un tipo tan majadero como él. Lo mejor era mantener
distancia entre los dos.
Una recaída volvió a postrar a Polly en cama. No tuve valor suficiente
para hacer una visita clandestina en la habitación dos siete.
Mi primera interacción con Papardelle no fue gran cosa. Mera
coincidencia durante el desayuno, un pásame la sal, sin agradecer, y más nada.
Sólo eso. Cuando fui a dejar mi bandeja con platos sucios al tablero donde
recibíamos nuestra comida, tuvimos nuestro primer cruce de palabras formal, me
decepcioné. Papardelle, luego de cinco minutos, cuando las frases rebuscadas se
le agotan, se vuelve un mal conversador. Polly pasó junto a nosotros, las
ojeras en sus ojos habían desaparecido casi completamente y el tono de su tez
estaba bellamente pálido. Papardelle y yo optamos por tomar rumbos distintos al
salir del comedor. Quise darle alcance a Polly y preguntarle como iba con su
gripe.
Al llegar frente a la habitación 27, la puerta ya estaba cerrada.
Frente a ella, la número 26, estaba abierta. Ni de coña, pensé. Me alejé
rápidamente. Fui al vestíbulo a entretenerme viendo como los héroïnomanes trataban de armar el cubo
Rubik que Papardelle les había obsequiado. Una función imperdible.
Cuando reapareció a las sesiones, Papardelle, lo primero que hizo al
cerrarse la puerta y dar por iniciado el cuchicheo, fue decirle a Gastón que no
veía computador alguno, por ningún lado, y después, cuando Gastón intentó
objetar algo, agregó que una biblioteca le haría bien a los pacientes. Acaso
ustedes no están en busca del bienestar del prójimo, doc, le dijo. Gastón optó
por retomar la charla donde la había dejado la sesión pasada, he ahí, su método
preferido para ponerse a salvo.
Papardelle era un capullo que se pavoneaba usando cobarde y
cínicamente nuestras carencias como carne de cañón para validar sus aires de
listín. Pero había mucha certeza en sus palabras. Doctores y enfermeras
llenaban su boca de bazofia: se jactaban de la benevolencia con que trataban a
los pacientes. Y cuando se les sugería que hicieran algo para nuestra mejora,
se hacían de oídos sordos. Eso me hizo enfurecer. Entre los dos, Papardelle y
yo, empezamos a proferir diatribas a Gastón -que pusieron en la cuerda
floja su reputada piedad por nosotros. No soportó el ataque y dijo que la
charla estaba cancelada. Algo insólito. «El pasto del jardín - nos reveló antes de aclararse
la garganta- esta recién cortado. ¿No les parece una buena elección para pasar
acurrucado el resto de la mañana?». Todo dicho con una precisa actuación. El grupo
de internos se largó sin comprender lo que había sucedido, en pocos minutos, la
habitación había quedado casi vacía: Papardelle y yo permanecimos en nuestros
lugares. Habíamos hecho un buen trabajo. No había duda en mí, éramos un buen
tándem. Desde ese día, empezaría a fraguarse algo…
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