abril 27, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 8



Por dos días seguidos, Papardelle brilló por su ausencia en las charlas de Gastón. También Polly. Empecé a preocuparme por ella. Pero gracias a los cotilleos de las enfermeras en los pasillos, llegó a mis oídos, el rumor que estaba postrada en cama librando una batalla contra un catarro. Ah, y a Papardelle le habían impuesto un castigo de 48 horas en confinamiento.
Papardelle salió de su condena según lo previsto.
Esos estúpidos no estaban enterados del favor que le otorgaban con el encierro. Siempre regresaba de aquel lugar con aires nuevos. Polly empezaba a dar pequeños paseos por los jardines, su salud, al parecer, estaba mejorando. Aún estando enferma, Polly, emanaba su natural belleza.
Papardelle estelarizó un nuevo altercado, esta vez, con la señora Hopkins, regresó a confinamiento. Cuatro días. El tío era un majareta, un problema, pero siempre era recibido por todos como si nada hubiera ocurrido. Me trastornaba estar cerca de un tipo tan majadero como él. Lo mejor era mantener distancia entre los dos.
Una recaída volvió a postrar a Polly en cama. No tuve valor suficiente para hacer una visita clandestina en la habitación dos siete.
Mi primera interacción con Papardelle no fue gran cosa. Mera coincidencia durante el desayuno, un pásame la sal, sin agradecer, y más nada. Sólo eso. Cuando fui a dejar mi bandeja con platos sucios al tablero donde recibíamos nuestra comida, tuvimos nuestro primer cruce de palabras formal, me decepcioné. Papardelle, luego de cinco minutos, cuando las frases rebuscadas se le agotan, se vuelve un mal conversador. Polly pasó junto a nosotros, las ojeras en sus ojos habían desaparecido casi completamente y el tono de su tez estaba bellamente pálido. Papardelle y yo optamos por tomar rumbos distintos al salir del comedor. Quise darle alcance a Polly y preguntarle como iba con su gripe.
Al llegar frente a la habitación 27, la puerta ya estaba cerrada. Frente a ella, la número 26, estaba abierta. Ni de coña, pensé. Me alejé rápidamente. Fui al vestíbulo a entretenerme viendo como los héroïnomanes trataban de armar el cubo Rubik que Papardelle les había obsequiado. Una función imperdible.  
Cuando reapareció a las sesiones, Papardelle, lo primero que hizo al cerrarse la puerta y dar por iniciado el cuchicheo, fue decirle a Gastón que no veía computador alguno, por ningún lado, y después, cuando Gastón intentó objetar algo, agregó que una biblioteca le haría bien a los pacientes. Acaso ustedes no están en busca del bienestar del prójimo, doc, le dijo. Gastón optó por retomar la charla donde la había dejado la sesión pasada, he ahí, su método preferido para ponerse a salvo. 
Papardelle era un capullo que se pavoneaba usando cobarde y cínicamente nuestras carencias como carne de cañón para validar sus aires de listín. Pero había mucha certeza en sus palabras. Doctores y enfermeras llenaban su boca de bazofia: se jactaban de la benevolencia con que trataban a los pacientes. Y cuando se les sugería que hicieran algo para nuestra mejora, se hacían de oídos sordos. Eso me hizo enfurecer. Entre los dos, Papardelle y yo, empezamos a proferir diatribas a Gastón -que pusieron en la cuerda floja su reputada piedad por nosotros. No soportó el ataque y dijo que la charla estaba cancelada. Algo insólito. «El pasto del jardín - nos reveló antes de aclararse la garganta- esta recién cortado. ¿No les parece una buena elección para pasar acurrucado el resto de la mañana?». Todo dicho con una precisa actuación. El grupo de internos se largó sin comprender lo que había sucedido, en pocos minutos, la habitación había quedado casi vacía: Papardelle y yo permanecimos en nuestros lugares. Habíamos hecho un buen trabajo. No había duda en mí, éramos un buen tándem. Desde ese día, empezaría a fraguarse algo…

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