marzo 28, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 4


Era sábado 29, cuando fui de nuevo a la biblioteca, mi preocupación iba en ascenso. ¿Qué por qué?, pregunta alguien. Los libros de la biblioteca, si quitamos a los autores que evito, eran escasos. Creo que he leído todos los libros que la tolerancia de mis prejuicios me permite. Y no, no soy del tipo que compra libros en los puestos de centros comerciales con precios altos. Tampoco en ventas de libros usados, aunque doy por sentado que, con el beneplácito de mi desconocimiento literario, he eludido, erróneamente, grandes obras puestas en rebaja en las ventas callejeras y mercado de pulgas. Y las descargas en internet, requieren de un gran presupuesto para cancelar el recibo de luz o impresiones. No puedo darme ninguno de esos lujos.

En toda mi pinche existencia nadie tuvo la gentileza de regalarme un puñetero libro. Dejemos las acotaciones lastimosas de lado, y sigamos…

Pasé frente al estante 863.83 B…, no pude evitar la tentación: intenté retomar la lectura de Los Detectives Salvajes…, pero abandoné el libro en la página 145. Al final, no encontré ningún libro para llevar/ que quisiera leer al salir de clases/ en el asiento del colectivo/ o de regreso a casa.

Me largué de la biblioteca envuelto en pánico… ¡ahora sí, tenía razones para preocuparme!

No leo libros por que me apasione hacerlo. (Debo aceptar que -y me avergüenza hacerlo- nunca leí a ninguno de los cuatro «malditos»: C. Bukowski, H. Miller, Louis-Ferdinand Cèline o E. Hemingway. Y según Goethe, soy un bárbaro: nunca me ha gustado la poesía. Lo más cerca que he estado de ella ha sido un poema breve de Nicanor Parra –uno de los escritores predilectos de mi escritor favorito- que leí hace poco: «Durante medio siglo/La poesía fue/ El paraíso del tonto solemne. /Hasta que vine yo/Y me instalé con mi montaña rusa. /Suban, si les parece. /Claro que yo no respondo si bajan/Echando sangre por boca y narices»). Leo porque me he percatado que la gente a mí alrededor me evita -como yo evito personas y autores- cuando lo hago. Llevar los audífonos a todo volumen y evitar coitos de miradas también ayuda. Prefiero remojar el dedo por la lengua, para volver la hoja, por las horas que sean necesarias, que fingir interés por el resto -Polly es la excepción de oro. Muchas veces -incluso antes de entrar al nido-, estando en el salón de clases, en la universidad, sentado en mi pupitre, me encontré preguntándome que cojones hacia ahí, rodeado de toda esa gente del carajo… ¿Cómo cojones pretenden que uno se siente plácidamente junto a un completo desconocido y luego, tras haber intercambiado nombres, uno empiece a asentir con la cabeza, como si uno entendiera lo que esta pasando, mientras el otro pelmazo trata de hacerse entender exhibiendo su lista de quejas hacia la vida?

La empatía se ha convertido en el «fruto prohibido» de la humanidad. Deberían arrojarla al fondo del Cáliz, y dejarla fermentar hasta el día del Juicio Final. Y que si patatín, y que sí patatán.

Los momentos en que no tengo un libro sobre mis muslos, sencillamente, me irrito. Y la sensación de ser un blanco fácil, me aborda: mi ocio puede ser traducido, por aquellos individuos a los que evito, en su mayoría, «compañeros» de clase, como una invitación para hablar amistosamente. Así que, para evitarlos, se me ocurrió que la manera de alejarlos -todo sería más sencillo si existiera un repelente para humanos en botellas a presión-, era, sin duda, fingir escribir. Algo casi impensable. Algo que en mi rutina no hubiera encontrado espacio alguno. Pero desde de mi paso por el nido de ratas, es algo habitual.

Y fue así, como llegué a auto-medicarme, y me dije: «escribe, escribe y escribe hasta la hostia como si tu vida dependiera de ello…». En los últimos días, he llenando hojas con garabatos, frases sin sentido… et j’en passe… oraciones con principio pero sin colofón. Una sintaxis que empieza degollada y termina descuartizada. Digresiones. Cualquier cosa. Todo sea por tenerlos a metros de mí…

Ayer en la noche. Domingo 30. Al no tener ningún libro que leer -y que no haya leído antes-, caí en cuenta que era momento de dar forma a mis garabatos; inventar un sentido posible. Había frases envidiables (me reservo los ejemplos), el resto, no merecen ni mención (pero las mencionó para aclarar la idea). Eran más de cincuenta hojas rellenas de frases apretujadas en orden aleatorio. Superpuestas, unas sobre otras. Sin juicio alguno. Me llevó toda la noche del domingo y la madrugada del lunes para ordenar, desechar y simular editar.

Después de quince horas, no logré nada.

Las cortinas en mi habitación, me paré a tocarlas, estaban calientes como si alguien las hubiera planchado y luego colocado frente al ventanal, en sus ganchos respectivos. No las abrí, no quise que la luz del sol matinal me perturbara. El cansancio no apareció nunca. Mi rendez-vouz con el sueño no fue concretado. Regresé frente a mi nueva vieja máquina de escribir, obsequio de una enfermera -es lo menos que podía hacer luego de clavarme la daga del engaño en la espalda-, y seguí con lo mío hasta el medio día. No pensaba quedarme con las ganas -como lo de leer el libro de Bolaño- de escribir algo antes de quitarme la tapa de los sesos.

El revólver aguarda ansioso su aparición estelar a medianoche.

Luego de acomodarme en la silla, nuevamente, concluí que, pasar el resto de mis horas escribiendo, fingiendo ser Bolaño en sus últimos días, era lo mejor que podía hacer. ¿Pourquoi? Ya que es poco probable que pueda leer su legado, la alternativa pasa por imitarlo. ¡Y una mierda! ¡Fingir, más bien! …31 de octubre. El día zéro.

¡¿Hoy, a qué hora vendrá la correspondencia?!

marzo 20, 2012

La Brújula de los Recuerdos: Nota Inesperada, parte 3


Había tres televisores en el lugar. Dos en el vestíbulo principal, colocados en unos estantes que colgaban de unas gruesas columnas. Sin cable satelital. El único con ése privilegio estaba en la oficina del directeur del nido. (Sólo estuve dos veces en ese lugar: la primera cuando llegué y firmaron mi entrada. La segunda cuando se autorizó mi salida y regresé a mi piso). Bernard M. Skinner-Kleé tiene toda la fachada de ser un ochentón hijo de puta. No congeniamos. En varias ocasiones estuve presente cuando, entre cotilleos, distintas enfermeras hablaban de su arrogancia y sus ganas de magrear a todas, a excepción de la más anciana, la cocinera, la señora Harriet Hopkins.

Desde el principio, el trato que tuve para con él, fue hostil. Él tampoco perdió su tiempo en tratar de ganar mi confianza con el uso de un farol sacado del decálogo psiquiátrico. Asumo que lo hizo a sabiendas que firmaba los cheques del personal médico. Eran ellos los que debían lidiar conmigo, no él.

Cuando pisé la alfombra oriental desparramada en su oficina, acompañado de una joven abogada, asignada por Mortessen al seguimiento de mi caso, estaba sentado en una salita viendo televisión y bebiendo un vaso de whisky dorado. Se disculpó por no ofrecernos un poco, según él, era un añejo con demasiada distinción, V. O., no iba a malgastarlo en paladares acostumbrados a degustaciones de supermercado. Era, dijo, una botella especial para celebraciones. (¿Qué estaría celebrando el vieux cochon de Bernard, ése día?). Luego nos pidió que nos sentáramos en las sillas, frente a su enorme escritorio. Al percatarse del desprecio en mi mirada (me quedé parado en medio de la oficina como si conmigo no fuera la cosa), me dijo, tú puedes quedarte viendo «el aparato ése» si prefieres, hijo. Sentí asco cuando oí salir de su boca aquella palabra. Fui a sentarme al sillón. Detrás de mí, la conversación dio inicio. A los pocos segundos, escuché mi nombre salir de la boca de mi representante legal. Mi mediadora aseguraba a Bernard que mi hospedaje no excedería los tres meses que él, «muy gentilmente», había «donado» a mi recuperación, luego de eso, perdí el hilo.

Me mantuve, largo tiempo, abstraído y callado, casi hipnotizado viendo la televisión, mientras, a mis espaldas, esos dos, hablaban con jerga diplomática, un tira y afloja. El cuchicheo me irritó. No pude resistirme. Con disimulación logré llegar cerca del televisor y presioné el botón de volumen un par de veces. Lo suficiente para disminuir la confusión que provocaban esos dos al libreto que soltaba el narrador. De igual forma, no estaba en mis manos el poder emitir juicios que tuvieran valor. Así que opté por hacer acopio en no perder detalle de la transmisión en la tv.

Era un documental sobre la vida de un escritor chileno que había viajado a México luego del asunto de Pinochet. Fue todo un caso su vida. Roberto Bolaño era su nombre. Me conmovió saber lo que hizo, la manera de bancarse el rechazo. En el buen sentido de la palabra, todo un cabrón.

Ese día conocí al que será, por siempre, mi escritor favorito. Antes de él, no ha habido otro.

Para cuando el documental terminó, todo el papeleo de mi instalación en el Centro de Rehabilitación y Nosocomio Psiquiátrico de Gunchester (léase putrefacto trullo regentado por ratas uniformadas) había sido finiquitado. Ni siquiera giré a ver hacia donde estaba Bernard cuando salí de la oficina. Tampoco estreché su mano en señal de agradecimiento, como indica el adiestramiento protocolario. La abogada se disculpó por mí y, a juzgar por la respuesta de Bernard, poca importancia puso a mi insolencia. (Creo que la pute esa le soltó el coño a B, antes o después, no lo sé). Pocas fueron las veces en que, Bernard y yo, nos cruzamos en los pasillos, como dos completos desconocidos. Nos empeñamos en ejecutar de forma impecable nuestro papel: dos desconocidos que coinciden en espacio y tiempo. Pero nada más.

Nunca volví a ver a la inepta de mi abogada. No consigo recordar su nombre.

Para cuando Bernard cerró la puerta de su oficina ya me había jurado a mí mismo una cosa: al salir del nido, mi primer destino sería la biblioteca de la universidad.

Desde hace un año, cuando ingresé a la universidad, la Biblioteca Central, se volvió un lugar al que recurrentemente…, no sé si decir, iba o voy. El caso es que había hurgado la mayoría de los estantes en la sección de Literatura y nunca vi alguna portada con el nombre de mi escritor favorito. Eso me atormentó (tener que lidiar con la incertidumbre es una vil mierda) por largo tiempo. Días después, con la aparición de otro paciente, mi preocupación desapareció.

Hace dos semanas, salí del nido, y lo primero que hice, después de ir a dejar mis cachivaches a mi inmundo piso, fue cumplir mi juramento: fui directo a la biblioteca de la universidad a fisgonear los estantes en busca de Bolaño.

Era domingo 23. Los pasillos de la biblioteca estaban casi vacios. El silencio es una condición en ese lugar, al igual que el orden y el aire libre de humo de cigarro. Había pocas personas, y las bibliotecarias no prestan mucha atención a los visitantes. Aunque, siempre me sonríen sin una razón elocuente cuando me tienden el libro a préstamo externo y me indican la fecha de devolución. Creo que a eso le llaman compasión humana, en fin. En la sala principal de la biblioteca, atestada de mesas redondas y sillas, se respira un aire de quietud plena y aterradora soledad. La soledad nos dota del anonimato que permite prescindir de la modestia. La modestia no es sincera, es sobre fingir, al igual que la arrogancia, pero ésta, requiere de un grado más alto de creatividad, y es por eso, que me siento más cómodo con la segunda. Conozco a alguien que concuerda conmigo. Pero ése es otro cuento.

En la biblioteca había cuatro o cinco, creo que seis, novelas de Roberto Bolaño. Estaba realmente contento de saber al dedillo en que estante se encontraba la colección de libros de mi preferido.

La novela que escogí para leer fue Los Detectives Salvajes, un libro muy laureado. Y según el documental transmitido por aquel canal español, que vi en la oficina de Bernard, fue distinguido con varios premios. No recuerdo cuales fueron. Eran como tres o cuatro galardones, quizás más. Pero esa no fue la razón principal por la que decidí tomarlo. Fue otra. Me senté en una mesita a ojearlo. En la primera página de la narración encontré la palabra que terminó por engancharme, «visceralistas». Me pareció una palabra muy atrayente. (Tampoco fue esa la razón principal. Es otra…). Me lo llevé…

Dos días después, Martes 25, estando yo, en el pedazo de sofá de mi piso, sobre la página 127, aquel afán por leer a Bolaño, simplemente se disipó. Mi aberración al mundo había vuelto. Es decir, voy soltando a diestra y siniestra: « ¡Que se jodan todos! ¡Que se jodan todos! ». En esos momentos, no quiero ver a nadie ni escuchar a nadie, y tampoco, especialmente, saber de nadie, y así, y así, sin disimulo, mandó todos al diablo.

Nunca supe, con certeza, cual fue el desencadenante de mi Odio al Mundo en General, pero al tener el libro de Bolaño en mis manos, lo sentencié como el culpable de mi estado, sin derecho a juicio.

Entonces, fue así, como decidí regresar a la biblioteca, y devolver el libro. La encargada de recibir los «préstamos externos», me dijo, muy amable ella, hay más libros de Bolaño, por sí desea leer otro de él.

(¡Estoy hasta la hostia de la piedad que destila de la lengua humana! Cuando las personas me hablan con ese tonito piadoso me cabrean. ¡No quiero su pinche compasión, señores! Nada de eso funciona conmigo, no me subestimen. Si hay algo que pueden hacer por mí, es largarse. No encuentro consuelo en sus palabras. ¡Váyanse al diablo con sus nauseabundas frases misericordiosas!).

No le agradecí ni dije nada a la bibliotecaria, para qué. Me alejé del mostrador en silence y atravesé el molinete hacia las estanterías del fondo.

Al poco tiempo, estaba rondando los pasillos en busca de algo nuevo.

Tengo una sección en la biblioteca donde suelo encontrar la mayoría de libros que me han enganchado. Di una última revisión, sin resultado. Sin otra alternativa, me adentré en terrenos a los que suelo rehuir y me topé con Legítima defensa de John Grisham. Lo leí en tres días (cuatro, si se toma en cuenta el día que hice el préstamo externo en la biblioteca). (25) 26, 27 y 28. Cuando lo terminé me sentí una mierda (el final: Rudy Baylor, Kelly (Cliff), en el Volvo, alejándose de Memphis; no ayudó mucho).

Era imperdonable: no poder leer un libro de Bolaño, mi escritor favorito, y sí, devorar uno de Grisham, un autor que he estado evitando por años. Al igual que los libros de (en orden de aborrecimiento) Márquez, Llosa, Cortázar y Asturias. Un resto más, y otros: Olvidado rey Gudú, un asco. Sólo comparable con los de Coelho. Repugnantes. No puedo creer que tengan toda esa mierda ahí, ordenada y disponible, y ningún ejemplar de El Guardián en el Centeno de J. D. Salinger. ¡Gracias a cosas como esa me iré del mundo sin poder leer esa mierda! ¡Alguien debería hacer algo al respecto con ése libro en particular!, quizás, por piedad, donarlo.

En conclusión. (Quizás, mi ojeriza por algunos autores -Ni De Coña usaré la palabra escritores para Ellos- se deba a mi inopia en lo concerniente a Las Letras, pero agradezco que me mantenga al margen de esos, ¡grâce à Dieu! Ya que nunca he pretendido convertirme en el sucesor de Harold Bloom). Era un hecho: nunca podría leer un libro de mi escritor favorito. Y peor aún, en un ataque de desesperación, empezaría a leer a los tipos que he horadado con mi aversión. No soy del tipo que escupe al cielo esperando recibir un escupitajo en la frente. En mi vida, no hay espacio para arrepentimientos ni actos de contrición. C’est pas mon truc. El karma es una artimaña sacada de guiones hollywoodenses como corolario para finales felices y el éxito de taquilla. Y no pienso embadurnarme con mierdas que no me creo. Ni de coña.