Era sábado 29, cuando fui de nuevo a la biblioteca, mi preocupación iba en ascenso. ¿Qué por qué?, pregunta alguien. Los libros de la biblioteca, si quitamos a los autores que evito, eran escasos. Creo que he leído todos los libros que la tolerancia de mis prejuicios me permite. Y no, no soy del tipo que compra libros en los puestos de centros comerciales con precios altos. Tampoco en ventas de libros usados, aunque doy por sentado que, con el beneplácito de mi desconocimiento literario, he eludido, erróneamente, grandes obras puestas en rebaja en las ventas callejeras y mercado de pulgas. Y las descargas en internet, requieren de un gran presupuesto para cancelar el recibo de luz o impresiones. No puedo darme ninguno de esos lujos.
En toda mi pinche existencia nadie tuvo la gentileza de regalarme un puñetero libro. Dejemos las acotaciones lastimosas de lado, y sigamos…
Pasé frente al estante 863.83 B…, no pude evitar la tentación: intenté retomar la lectura de Los Detectives Salvajes…, pero abandoné el libro en la página 145. Al final, no encontré ningún libro para llevar/ que quisiera leer al salir de clases/ en el asiento del colectivo/ o de regreso a casa.
Me largué de la biblioteca envuelto en pánico… ¡ahora sí, tenía razones para preocuparme!
No leo libros por que me apasione hacerlo. (Debo aceptar que -y me avergüenza hacerlo- nunca leí a ninguno de los cuatro «malditos»: C. Bukowski, H. Miller, Louis-Ferdinand Cèline o E. Hemingway. Y según Goethe, soy un bárbaro: nunca me ha gustado la poesía. Lo más cerca que he estado de ella ha sido un poema breve de Nicanor Parra –uno de los escritores predilectos de mi escritor favorito- que leí hace poco: «Durante medio siglo/La poesía fue/ El paraíso del tonto solemne. /Hasta que vine yo/Y me instalé con mi montaña rusa. /Suban, si les parece. /Claro que yo no respondo si bajan/Echando sangre por boca y narices»). Leo porque me he percatado que la gente a mí alrededor me evita -como yo evito personas y autores- cuando lo hago. Llevar los audífonos a todo volumen y evitar coitos de miradas también ayuda. Prefiero remojar el dedo por la lengua, para volver la hoja, por las horas que sean necesarias, que fingir interés por el resto -Polly es la excepción de oro. Muchas veces -incluso antes de entrar al nido-, estando en el salón de clases, en la universidad, sentado en mi pupitre, me encontré preguntándome que cojones hacia ahí, rodeado de toda esa gente del carajo… ¿Cómo cojones pretenden que uno se siente plácidamente junto a un completo desconocido y luego, tras haber intercambiado nombres, uno empiece a asentir con la cabeza, como si uno entendiera lo que esta pasando, mientras el otro pelmazo trata de hacerse entender exhibiendo su lista de quejas hacia la vida?
La empatía se ha convertido en el «fruto prohibido» de la humanidad. Deberían arrojarla al fondo del Cáliz, y dejarla fermentar hasta el día del Juicio Final. Y que si patatín, y que sí patatán.
Los momentos en que no tengo un libro sobre mis muslos, sencillamente, me irrito. Y la sensación de ser un blanco fácil, me aborda: mi ocio puede ser traducido, por aquellos individuos a los que evito, en su mayoría, «compañeros» de clase, como una invitación para hablar amistosamente. Así que, para evitarlos, se me ocurrió que la manera de alejarlos -todo sería más sencillo si existiera un repelente para humanos en botellas a presión-, era, sin duda, fingir escribir. Algo casi impensable. Algo que en mi rutina no hubiera encontrado espacio alguno. Pero desde de mi paso por el nido de ratas, es algo habitual.
Y fue así, como llegué a auto-medicarme, y me dije: «escribe, escribe y escribe hasta la hostia como si tu vida dependiera de ello…». En los últimos días, he llenando hojas con garabatos, frases sin sentido… et j’en passe… oraciones con principio pero sin colofón. Una sintaxis que empieza degollada y termina descuartizada. Digresiones. Cualquier cosa. Todo sea por tenerlos a metros de mí…
Ayer en la noche. Domingo 30. Al no tener ningún libro que leer -y que no haya leído antes-, caí en cuenta que era momento de dar forma a mis garabatos; inventar un sentido posible. Había frases envidiables (me reservo los ejemplos), el resto, no merecen ni mención (pero las mencionó para aclarar la idea). Eran más de cincuenta hojas rellenas de frases apretujadas en orden aleatorio. Superpuestas, unas sobre otras. Sin juicio alguno. Me llevó toda la noche del domingo y la madrugada del lunes para ordenar, desechar y simular editar.
Después de quince horas, no logré nada.
Las cortinas en mi habitación, me paré a tocarlas, estaban calientes como si alguien las hubiera planchado y luego colocado frente al ventanal, en sus ganchos respectivos. No las abrí, no quise que la luz del sol matinal me perturbara. El cansancio no apareció nunca. Mi rendez-vouz con el sueño no fue concretado. Regresé frente a mi nueva vieja máquina de escribir, obsequio de una enfermera -es lo menos que podía hacer luego de clavarme la daga del engaño en la espalda-, y seguí con lo mío hasta el medio día. No pensaba quedarme con las ganas -como lo de leer el libro de Bolaño- de escribir algo antes de quitarme la tapa de los sesos.
El revólver aguarda ansioso su aparición estelar a medianoche.
Luego de acomodarme en la silla, nuevamente, concluí que, pasar el resto de mis horas escribiendo, fingiendo ser Bolaño en sus últimos días, era lo mejor que podía hacer. ¿Pourquoi? Ya que es poco probable que pueda leer su legado, la alternativa pasa por imitarlo. ¡Y una mierda! ¡Fingir, más bien! …31 de octubre. El día zéro.
¡¿Hoy, a qué hora vendrá la correspondencia?!