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Afuera, en el arcén, la mayoría de los viandantes habían desaparecido. Las gotas de lluvia habían convertido el grisáceo del pavimento en un tono más oscuro. El rumbo del agua era encaminado por la pendiente. Los desagües trabajan a su máxima capacidad, engullían el agua que bajaba a gran velocidad por la fístula adyacente hasta la banqueta donde la fuerza de la corriente aumentaba. Eran pocas las personas que a esa hora del día caminaban debajo de sombrillas. La lluvia era tan fuerte que muchos conductores tuvieron que disminuir la velocidad de sus automóviles en la avenida, la visión detrás del manubrio era casi nula. El tráfico era lento, pero constante.
Hubo una gran cantidad de peatones que se refugiaron bajo las azoteas de los edificios. Hubo otros, quienes corrieron con más fortuna y lograron un pequeño espacio en las escalinatas de entrada de un hotel, resguardada por un enorme toldo en donde fue colocado el nombre del establecimiento. En esos momentos la prisa era innecesaria, soluble, había que esperar a que la lluvia aminorara un poco. Y eran en esos momentos donde surgían encuentros improvistos con personas que jamás se habían visto. Cuando lo desconocido obtiene rostro, voz, gestos y hasta una personalidad.
Dentro de los edificios no faltó el niño que se acercó al ventanal más cercano e hizo el intento de hacer un garabato en el cristal empañado.
En las recepciones, las huellas de las suelas mojadas empaparon los tapetes, y los paraguas fueron colocados en un rincón en donde, poco a poco, el agua fue acumulándose formando pequeños charcos sobre el azulejo. Minutos más tarde el conserje aparecía por enésima vez con sus bártulos, y paño en mano fregaba el reguero loablemente; desaguaba el trapo, hasta dejarlo casi seco y listo para el próximo uso. Nuevamente, el cubo con agua era llevado a la cañería más cercana, y vaciado. Los relámpagos constantes habían originado apagones, un par de candelas fueron encendidas, y así, prescindir de la luz eléctrica cuando el servicio se restableciera. En las habitaciones la obscuridad prevalecía, las nubes habían alcanzado su tono más sombrío. Otro par de candelas fueron encendidas pero la luz no era suficiente. Y en ese estado lúgubre estaba Milena, envuelta en sus pensamientos, sin dejar de quitar su vista a una colección de libros. Una y otra vez la voz femenina (que minutos antes la había acompañado) volvía a repetir los mismos diálogos en su mente. Tomó el poco café que quedaba en su taza y luego la colocó en la mesa del centro, junto a la otra taza vacía. Jugó un rato con la cucharita en sus labios, luego la colocó dentro de una de las tazas. Volvía a perderse en las pastas duras de aquellos libros viejos, supo que nunca volvería a escrutarlos de la misma forma, ese día habían sufrido una metamorfosis. No eran los mismos. Nunca más. Quiso acercarse al ventanal y ver la lluvia chocar contra el cristal, el pavimento o cualquiera que estuviera allá abajo en la avenida. La lluvia en todo su esplendor, la misma, que estaría cayendo en los hombros de Filomena. Pero no, se inclino más por la idea de quedarse quieta, con sus pensamientos a mil, como si fuesen un enjambre de abejas en su cabeza.
El embate de una corriente de aire gélido se escurrió por el cuerpo de Milena, quien pronto lo transformó en nostalgia. Gallimard subió al diván, no intentó acercarse enseguida a ella. Permaneció inmóvil con los ojos fijos en la ventana, con su peculiar porte, soberbio, con aire de haber alcanzado lo planeado. La vista puesta en los cristales mientras movía una de sus orejas. Extendió sus patas delanteras e inclino su cuerpo hacia adelante, rasgo un poco la tela, y luego lamió una de sus patas a sabiendas de que su dueña no lo miraba. Ella estaba a la deriva en sus ideas. << Los portentos que fascinan nuestras vidas siempre tienen como ingrediente la desgracia ajena>>, se dijo Milena mientras veía como su felino se acercaba, sigilosamente, como si disfrutará el instante previo a deslizar su cuerpo por un costado del muslo o escurrirse entre los dedos dejando un fino pelaje en ellos.
Milena acarició el suave pelaje de Gallimard, quien se alejo con rapidez del alcance de su mano, haciéndole saber quien era el que debía cargar con la indiferencia del otro. El felino dejó el diván con un pequeño salto que terminó en la alfombra, dio pequeños pasos hasta dar con el borde del sillón que estaba en la parte posterior de la habitación. Milena percibió la ausencia de su fiel Gallimard rápidamente (había entendido el mensaje), pero cayó en la cuenta de que no era del todo cierta su soledad. Detuvo su mirada en la pareja de tazas sucias. La cucharita que había servido para endulzar el café reposaba dentro de una de las tazas eso hizo recordarle lo bien que la había pasado con Filomena. La otra taza no tenía nada que envidiarle a su compañera, ella ostentaba también un apacible detalle: un poco de pintalabios había quedado en su borde redondo. El aroma de café y la fragancia de ella no habían desaparecido totalmente de la habitación. Pensar que no pudo hacer mucho por su nueva amiga le hizo sentir coraje consigo misma. ¿Qué habría hecho yo en su lugar, eh?, pensó. Subió la otra pierna al diván al mismo tiempo que acomodaba en su lugar un mechón de pelo que se había deslizado desde su oreja. Gallimard estaba del otro lado, podía verlo desde donde estaba, junto a la puerta de la cocina, bebiendo un poco de agua de su dispensador y blandiendo su cola de un lado a otro, como si estuviera despidiéndose. Y en efecto, en pocos segundos ya estaba deslizándose por el falsete que ella misma había mandado a hacer en la parte inferior de la puerta de entrada. La misma puerta por la que Filomena había salido con más incertidumbre de la que llevaba encima (esa había sido su última impresión) cuando acepto la taza de café en el corredor. El mismo en el que ahora Gallimard, seguramente, se desperezaba lamiendo su pelaje negro como era costumbre.
Milena cambio de postura, pero las ideas aún permanecían en el mismo sitio, incordiando. <<Tendría que haber hecho algo más audaz para hacer que los engranajes se ensamblarán de mejor forma para Filomena. Algo más dinámico que sólo hablar sin dar soluciones concretas>>. Eso lo pensó muy tarde, y al darse cuenta de ello, se sintió peor.
El falsete se elevo de la moqueta, lo primero que se asomó fue una pata felpuda con lentitud demudada, como queriendo pasar desapercibida, luego…
- ¡Espero estés satisfecho, Gallimard! – le gritó, su reconvención había sido rabiosa. El felino detuvo su avance, fijo la mirada aterrada en ella, movió sus bigotes y luego corrió por la habitación hasta desaparecer por el corredor-. ¡Ahora huyes, cobarde!
Milena hizo un esfuerzo por desmedrar su enojo. La acusación era sin fundamentos. Poco o nada tenía que ver Gallimard en todo eso, más bien, si había que llevar a alguien al cadalso era a su piedad que, esta vez, la había puesto contra las cuerdas sin más otra que..., no se arrepintió de haber dicho aquello, sin eso, nada habría pasado.
Un ruido metálico le llegó desde la ventana, alguien había pateado una lata, abajo, en la calle. Hubiera querido hacer lo mismo con su bruñida conciencia, deshacerse de ella. Mandarla al garete. Pero no podía, no estaba en su repertorio ese tipo de actitudes, pocas veces se lo había permitido. Y esta, no era una de esas “veces”. Se inclinó hacia un costado y cogió el primer cojín que pudo y lo colocó entre sus piernas como si fuera un peluche, ¡un ancla!, algo a lo que poder aferrarse apretando con fuerza. Ni siquiera Gallimard, su camarada, podía ayudarla. ¿Cómo estará Filomena?, se dijo antes de levantarse del diván e ir a la cocina a lavar los féferes.
- Será difícil deshacerme de tus labios –musitó dulcemente mientras abría la llave del agua y pretendía deslizar el paño con jabón en la porcelana-, de tu voz…, tu recuerdo.
Milena vio hacia la puerta del frigorífico, ahí estaba, dentro de un sobre, su pasaporte y boleto de regreso a casa. Mañana volvería a Buenos Aires, su tiempo ahí, había expirado y todo lo vivido ese día permanecería en su memoria. No había dicho nada de eso a Filomena. Carajo. Y si ella regresaba mañana por la mañana (cuando ella ya no estuviera) “en busca de otra taza de café”. Un día después, eso es lo único que necesitaban para hacer que una vivencia (y diminutos detalles memorables) se convirtieran en nostalgia compartida. Una tristeza embargó a Milena: nada podía hacer por Filomena. No había espacio ni tiempo en su vida para dilemas no esperados. Si al menos hubiera aparecido en su vida días antes. <<Hay gente a la que se debe reciclar el mismo día en el que se le conoce. Gente de un día, nada más. Poco queda de esos rellenos existenciales…>>. Milena se odio por ese último pensamiento. Cerró el grifo, amilanada.
- ¡¿Dónde estás, Gallimard?! –farfulló, al borde de las lágrimas.
Los labios de Filomena permanecieron en la porcelana, indemnes. Un diminuto detalle que rememorar. Al igual que los libros de Marcel Proust en aquel mueble.
La lluvia empezó a perder su fuerza. Hubo más de uno que suspiro de regocijo en algún lado.
Las penas ya habían sido purificadas.
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