junio 08, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Ova II

*


“Filomena, es hora de llevar el peso de la cruz en hombros,
Tranquila, personalmente me hare cargo de tu crucifixión.
He dejado las espinas, por sí crees que necesitas una corona.
No trates de escapar del destino que hecho para ti”.

Filomena enarcó las cejas. No era precisamente una epístola con dulzura eficaz, al menos no para Filomena, y menos aún, si se enviaba un enorme ramo de rosas rojas junto a ella. ¿Qué significaba todo eso? Las rosas aún tenían las espinas en su tallo…

Filomena salió al pasillo y giro su cabeza hacia las escalinatas, no había nadie. Dejó entreabierta la puerta y recorrió el espacio hacia las escaleras esperando que una puerta se abriera, encontrarse con la cara de asombro de un vecino husmeando en el dintel de la puerta y preguntarle si había visto a la persona que había colocado el ramo de rosas, sí las mismas que llevaba en manos, frente a su puerta. Si lo había visto tocar la puerta y luego retirarse a hurtadillas. Pero ahí no hay nadie, sólo mi jadeo y yo, pensó.

“... y las rosas, las espinas, la carta en mis manos…”, añadió rápidamente con sarcasmo.

Filomena hubiera querido que las paredes le hablaran, y no sólo eso, si no que además tuvieran memoria fotográfica y le dieran una descripción exacta de la persona, el heraldo. Aunque, pensó Filomena, eso no la llevaba a nada. Los enigmas no están hechos para disolverse como el azúcar en el agua. Piensa que pudo haber sido un niño al que le dieron un par de billetes con tal de ir a dejar “el encargo” a tu puerta, no subestimes Filomena. Las cosas tenían que ser más complejas, otra explicación. ¡Por que Cristina no podía prestarse a ese tipo de cosas! ¿Y Richard? No, el era más del tipo de hombre que estaría en casa en zozobra, esperando a que el teléfono sonará, sudando frío, llamando a familiares y amigos para saber si sabían algo de ella. Y bueno, de dar la mala noticia a los desentendidos, sin alarmarlos. No era necesario emprender una búsqueda con la policía, no. Pronto todo se resolvería por causa natural. Gracias, los llamaré de nuevo. Imagino a su esposo sin probar un miserable bocado en las últimas horas, haciendo tiempo a la llamada, adelantarse al repiqueteo del aparato en la cómoda, levantar el auricular y escuchar la voz de su amada esposa embarazada (y ahora fugitiva), sin exigirle una explicación… ¿para qué? Si él, sólo deseaba escuchar un “estoy bien” para calmar su angustia de esposo, de futuro padre.

Debo llamar a Richard, se dijo Filomena, y pronto. Pero eso podía esperar un poco más, ahora tenía otras cosas bullendo en su cabeza. Aún llevaba la carta y las flores en sus manos. Apretó fuertemente los dedos, y pudo sentir por primera vez, las espinas adentrándose en su piel delicada. ¿Quién más podría hacer algo así? No supo que responder, pero estaba segura que la respuesta estaba ahí… ¿Ahí dónde, carajo?

Llegó al borde de la primera escalinata y giro como si fuera a regresar, pero no lo hizo. Se quedó estática, pensativa. El segundo apretón, esta vez el dolor calo más profundo. Giró de nuevamente. Esta vez, divisó al gato de la vecina en el arcén, frente a la puerta principal del edificio, siendo esquivado por los viandantes, de espaldas hacia ella. Seguramente el felino había visto algo pero era más fácil que la pared, junto a ella, le diera algo revelador.

Filomena imagino la escena, su primera opción:

“Hey, niño. ¿Quieres ganarte un par de billetes? Es sencillo, sólo debes ir a dejar este ramo de rosas al segundo piso, en el 27. Llegas, tocas la puerta y sales corriendo como cuando juegas a hacer sonar el timbre de los vecinos con tus amiguitos. ¡Ten cuidado, que nadie te vea! Mucho menos ella, mi novia. Es una fecha importante para los dos, sabes. No queremos que la sorpresa se estropee ¿No es así? Toma, tu parte. Hazlo como te dije. Buen chico”.

No, eso era una pelotudez más propia de una niña amante de libros de ficción. Regresó al departamento y al entrar trató de rememorar sus movimientos previos al abrir la puerta, y hacer que todo aquello se encaminará a su curso actual. Predeterminado por saber quien carajos ¿Cómo podía ella saber que al abrir esa puerta un juego desconocido había iniciado? ¿Cómo podía escapar a ese destino que alguien había hecho para ella?

No, esa era otra pelotudez, y mayor. Seguramente, era una pulla de alguien. Y no importaba quien carajos fuera el pendejo que había armado todo ese putito cuento del destino. Estaba con Cristina, eso si que era importante. Puso la jarrilla con agua en la estufa y se volteó: ahí estaba la toalla de Cristina, seca. El chirrido de los neumáticos, el ramo de rosas, la carta, la ausencia doble. El enigma del destino prefabricado. Eran demasiadas cosas para ser algo rutinario. Maldición. Trato de no recordar más detalles que reavivarán el fuego de su desasosiego paranoico. Apagó la hornilla. Ya no quería café, un poco de cafeína no resolvería nada. Y no se creía el cuento de que el café y la dona ayudaba a los policías a volver los casos sin resolver, en resueltos. Sólo quería que Cristina regresara junto a ella. Por qué le había mentido en lo del baño. ¿En qué otras cosas le habría mentido Cristina, eh? Carajo, carajo, carajo. ¡Carajo! Tranquilízate, se dijo Filomena. Cabeza fría. Todo es más sencillo, esta mierda no es una novela de John Katzenbach. Filomena recordó a su maestro de francés, quien le dijo una vez algo sobre Petróvich Pavlov y el condicionamiento. No recordaba exactamente la anécdota, pero sí el punto al que llego aquel anciano. Duerme a tu desasosiego, y luego ata los cabos sueltos. Cerró sus ojos. Respiro profundo, exhaló. Repitió esto hasta sentir que estaba un poco más calmada.

Recuerda, se dijo Filomena, regresaste a la cama a cubrirte en sábanas, escuchaste los neumáticos en la avenida y luego…


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junio 01, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Ova I


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Dejo la toalla sobre el respaldo de la silla. De reojo vio el reloj en la pared, aún quedaba mucho tiempo pero había que cambiar el curso las cosas. Anticiparse a los movimientos del otro jugador. Demoler los planes del adversario como si fuera la cáscara deleznable de un huevo. Cristina no quería vivir la experiencia de los tripulantes del Titanic en carne propia. Tomo las llaves del clavo junto al pestillo de la puerta. Al cerrar estuvo a punto de poner el cerrojo, pero recordó que Filomena esta dentro, en su habitación. Aunque hubiera querido dejarla confinada, por seguridad, no lo hizo, Filomena, era tan infantil como para armar un barullo de mil demonios, y tan rentable para la prensa local como la masacre de la pizzería Pozzeto, el 5 de diciembre de 1986. No es que Filomena fuera un Campo Elías Delgado en potencia, con resabios bélicos de una guerra, pero no era aconsejable ponerla al borde de la cornisa para medir su improvisación. Cristina ya tenía suficientes cosas con que lidiar como para agregar algo sin explicación lógica a la lista. Con el peso de su cruz le bastaba…

En el estrecho corredor se topo con el gato de la vecina del frente. Las miradas se cruzaron. El felino huyo por los escalones de madera hacia la recepción, Cristina se sintió igual, como si estuviera huyendo, intentando sobrevivir, al punto de sufrir un ataque de pánico. Pero no era un miedo rutinario como el de su fobia hacia los pollos. Algo penoso, decía cada vez que alguien hacia un comentario sobre eso. Era un escozor más sencillo pero letal para su sosiego. Era un sentimiento similar como cuando pequeña una prima cuidaba de ella, y luego de un ingenuo incidente tuvo que esperar las imprecaciones de papá en el dormitorio. Una larga espera en el camastrón, con la cabeza baja, los pensamientos bullendo y tratando de anticipar el quejido de la puerta al abrirse. Ese sentimiento, volvía a vivirlo. Y la paralizaba. Cristina en un silencio virulento que rebotaba en las paredes como si fuese eco. Recordando a cada momento pasajes inconclusos y borrosos de lo sucedido aquel día.

No era la anécdota la que la atormentaba sino los sentimientos. Pero no había sentimientos sin anécdota.

Cristina y su prima (mayor que ella por unos 20 años) estuvieron en la cocina preparando un frugal tentempié aquella tarde. Era una tarde primaveral, le decía su memoria a Cristina. La prima -Cristina tenía 5 años, en ese entonces, recordaba muchos pasajes pero no el nombre de la hija de tía Margaret-, decidió preparar una compota de guayaba. Sobre la mesa y el suelo fueron cayendo las tiras de piel lisa, verde. Con la ayuda del pelador que mamá guardaba en un cajón junto al resto de los utensilios de mesa cada fruta fue quedando desnuda sobre la tabla de picar. Corto en pequeños segmentos la fruta y los coloco dentro del vaso de la licuadora. Cristina, aún visualiza la mano de su prima llevando los trozos hacia el fondo del recipiente de vidrio, cuidadosamente, para no cortarse con las filosas aspas de metal. No recordaba por qué ni de donde le vino la idea, pero lo hizo. En el preciso momento en que la prima colocaba las últimas porciones, presionó el botón. El grito que anticipo la caída de cosas al piso de linóleo hizo darle un salto sobre la enorme mesa, donde su prima la había colocado minutos antes. Nunca supo sí el dedo quedo dentro del recipiente junto a la pulpa semi-licuada o si sólo había sido un corte profundo que sanó con las semanas. Un detalle que quedo siempre en su memoria fue el reguero de sangre sobre la mesa, el piso y que salpico su vestido blanco. Ah, y la imagen nerviosa de su prima arrojando todo al suelo (junto a las gotas rojas) en busca de un paño con el cual hacerse un torniquete en la herida. Una vecina, escuchó los gritos, y fue ella quien llamo a la ambulancia y recibió a los enfermeros en el portal mientras Cristina miraba a su prima quejándose del dolor en el sofá de la sala, sujetando el paño con fuerza, envolviendo la extremidad, apretando bien los dientes. Desesperada. De reojo la pequeña miraba como la frente de su prima perlaba por el sudor.

Cristina odio los momentos previos a la llegada de la ambulancia, su prima no le dirigió una mirada en todo ese tiempo. Se sentía culpable, impotente. Escuchar las sirenas acercándose fue un ingente alivio para su conciencia que estaba junto a ella, en un rincón de la sala. Cristina estaba tan asustada que ni recuerda como fue que llegaron los paramédicos a la enorme habitación donde estaban y desperdigaron todos los utensilios en la alfombra. De pronto estaban ahí, con su uniforme blanco y el fastidioso aroma a alcohol medicinal. Fue un joven enfermero quien limpió y desinfectó la herida antes de llevarse a la prima Francy, ese era su nombre. Se fueron al hospital, esa fue la última vez que vio a la prima Francy. Tras su recuperación se fue a estudiar a una universidad brasileña. Hablaba casi perfecto el portugués. Filha, era como le llamaba siempre acompañada de una hermosa sonrisa dibujada en sus labios rosados. Nunca volvió a escuchar esas palabras.

Cristina se quedó unos minutos en casa de la vecina quien le dio un poco de leche antes de regresar a casa (los padres de Cristina pronto llegarían a casa del trabajo), y limpiar el desorden en la cocina.

Filha…

Los recuerdos son un ave fénix y los humanos los encargados de fundirse en sus alas férvidas. Cristina lo sabía perfectamente. Y no siempre vienen acompañados de sensaciones placenteras. No quería otro igual, así debía ser algo para contrarrestar las cosas, desviarlas de su cauce inexorable.

Cristina bajo las escalinatas, el gato no esta en el sillón floreado donde siempre se posaba. Abrió la compuerta de cristal y el aire fresco elevo sus cabellos. Hubiera querido elevarse como las hojas secas agolpadas en el pavimento. Levitar, sin ideas perturbadoras que hacían que su cuerpo fuera grávido, casi al punto de resquebrajarse casi en su totalidad. Subió al automóvil, insertó la llave y puso en marcha el motor. Debía pasar a una gasolinera por nafta. El tanque estaba casi vacio, como sus esperanzas de salir bien librada del laberinto en el que se encontraba. Antes de pisar el acelerador vio hacia el edificio donde vivía, el gato estaba en la puerta principal. Sus miradas volvieron a encontrarse pero esta vez quien huyó no fue el felino. Los neumáticos rechinaron en el pavimento en un fragor que fue apagándose, como la imagen del auto que desapareció al cruzar en la esquina hacia la avenida 8.

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