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agosto 22, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Quinto Capítulo/ Segunda Parte

*

Giró hacia a la calle. El volante cedió milésimas antes de que el semáforo cambiará a verde y el tráfico que esperaba impaciente prosiguiera su marcha. Había sido un giro perfecto, el rechinido de las gomas hizo voltear a más de un peatón en la acera que estaba a pocos metros. Por un momento pensó que la carrocería iba a ceder y que iba a estrellarse contra aquel muro…

Enderezó el volante. Sobre el borde de la avenida, en la otra esquina, Cristina vio un auto detenido por el semáforo que se alzaba entre cables de electricidad, y más allá, muy en el fondo, una enorme nube que empezaba a tornarse gris.

La longitud de la calle tenía suficiente espacio para disminuir la velocidad sin necesidad de derrapar en el pavimento. Ya empezaba a hartarse de neumáticos lamentándose como gatos a medianoche sobre el tejado. Dio gracias al cielo, de no haber ido a parar contra el muro que estaba en la esquina. Por un momento dudo de sus capacidades como conductora. Se juró a sí misma que no haría algo parecido en el transcurso del día. Si existía la posibilidad de tener una sobredosis de adrenalina en el cuerpo, ella, la había experimentado. El efecto era similar al orgasmo que tuvo la noche anterior. La similitud le llevo a pensar en Filomena.

Seguramente aún estaría envuelta en las sábanas blancas de su cama.

Detuvo el auto en medio de la calle. El conductor del BMW que se aproximaba podía empezar a fastidiar con su maldito claxon, ella no se movería. Una piedra en el camino, se dijo. Dejó caer todo su peso sobre el respaldo del asiento y un resoplido cayó sobre sus nudillos, aún dolorosos, como un martillazo. Por la fuerza con que apretaba el manubrio las venas en sus manos resaltaban sobre su piel como figuras de plastilina sobre papel. O como si alguien le estuviera apretando fuertemente la muñeca queriendo hacer que estallarán como globos atiborrados con agua.

Tras un momento se sintió… liviana. No había cruz sobre sus hombros que la hiciera caer tres veces. Ni ningún infierno debajo de sus pies a donde ir a parar tras ser desterrada.

Un motor, no muy lejos de ella, crujió como caldera de locomotora. Recostó su cabeza sobre el timón, no podía ser cierto, luego cruzó la mirada sobre el parabrisas y ahí estaba: el motorista. Aunque si no hubiera sido por él, pensó, seguramente, aún estaría en aquella fila que avanzaba como si fuera una caravana de autos hacia el cementerio.

Cristina rió, nerviosamente. Sabía que por muy poco lo había logrado.

Los autos la rebasaban por un costado, haciendo que los retrovisores rozarán. Avanzaban, lentamente, pero luego de franquearla, la velocidad aumentaba lo suficiente como hacer pensar a Cristina que había valido la pena aquella jugada suicida.

Cristina no perdió de vista al motorista, que hizo un nuevo giro, esta vez, hacia su derecha, sobre un pequeño callejón. Los autos que le seguían no emularon su maniobra.

Eran pocos los que conocían ése atajo. Era una especie de secreto para aquellos que vivían en los alrededores. Eso llamo la atención de Cristina, quien ya se había puesto en marcha y que estaba a pocos metros de la entrada al callejón.

¿Acaso ese tipo era uno de los vecinos del edificio (o de edificios adyacentes) que nunca habían despertado interés en ella?

El tipo tenía demasiados trucos bajo la manga. Demasiados para alguien quien ha tomado, al parecer, muchos riesgos en su vida.

Cristina decidió que alguien así no podía ser alguien a quien no conocía. Debía ver el rostro de aquel tipo.

Conocerlo o reconocerlo.

Ese era el tipo de juegos de coincidencia que la atraían con mucha facilidad como una gota de miel que cae sobre el césped muy cerca de donde marcha una fila de hormigas.

Debía asegurarse de que las ideas de Destino Predestinado que tenía Filomena como Leyes A Seguir, eran una completa estupidez de cálculo sobre conocimiento de detalles muy particulares.

Luego, podría seguir con lo suyo.

No faltaba mucho para llegar al cruce. Accionó el pide vías.

Al ver hacia arriba se topo con las enormes paredes de ladrillos que se alzan sobre los costados de la calle, desde el pavimento hasta donde la imagen se distorsionada en el borde del parabrisas.

No había nada ahí, más que la vía, ese era la marca registrada de la casa.

El corredor de ladrillo.

En los años 60, aquel callejón, había sido previsto como un lugar para descarga de mercadería, pero luego, mientras se construían las edificaciones, se tuvieron que añadir unas columnas más, lo que había provocado que el grosor de los edificios aumentara, y que la calle tuviera tal estrechez que hacia imposible la posibilidad de que camiones entrarán ahí. Un error de cálculo de los ingenieros que pocos ciudadanos, quienes lo conocían, agradecían, por ser una opción de acortamiento para su periplo. Y más, en días de congestionamiento.

En medio de la estrecha calle, se encontraba la motocicleta aparcada junto al borde del arcén, su conductor había desaparecido. Desde donde estaba, podía verse el tenue humo del motor recién apagado elevarse como una bocanada de cigarro expelido. Cristina hizo un planeo de la calle, un poco aturdida. La soledad del callejón la desconcertó aún más. Nadie podía desaparecer, así nomás. Y dejar una motocicleta abandonada. Y aunque era una idea tentadora, ni siquiera ella, la habría llevado acabo.

Disminuyó la velocidad al estar a pocos metros.

Al estar junto a la motocicleta, la tentación de descender del auto fue instantánea. Vio por el retrovisor, pero nada. Muy detrás de ella, sólo se veía el andar de automóviles y de peatones. Apagó el motor del auto, quito el seguro y abrió un poco la puerta, lo suficiente como para poner un pie sobre el pavimento y mientras quitaba la llave de la hendidura…

Cristina sólo oyó un ruido como de cristal roto y luego cayó al suelo. Su cuerpo se derrumbó hacia la puerta a medio abrir hasta dar contra el concreto. El golpe hizo que empezará a perder el conocimiento, lentamente. Un marreo le hizo pensar que estaba como en un de esos sueños en los que se quiere despertar pero no es posible. Intento abrir los ojos, pero un fuerte dolor en su cabeza pudo más; los cerró con más fuerza como si fuera la solución para disminuir el sufrimiento. Que apenas iniciaba.

Su mano izquierda había quedado atrapada por su propio peso, podía sentir un par de sus costillas. La otra mano, expedita, la llevó hacia su cabeza; sintió un líquido espeso entre sus cabellos. Sabía muy bien que eso era sangre, y que, por la cantidad, la herida era grave. Intento moverse en vano. Quizás tenía el cuello quebrado, carajo. Una de sus piernas había quedado atrapada en uno de los pedales, lo cual ocasionaba un dolor punzante en su tobillo. Su cadera estaba torcida, soportando la presión que ejercía el sillón y el vaquero contra la piel como si fuera una lija queriendo degastar la madera hasta dejar lisa la superficie.

¿Algo más que agregar a la lista de mi sufrimiento? A quien carajos tengo que atribuirle esto, pensó Cristina mientras pensaba si la hubieran lanzado al mar encadenada de pies y manos, luego de ser asegurado todo con candados sería un juego de niños.

Si tan sólo su cuerpo tuviera un poco de esa actitud revoltosa que tenía ahora el ejercito de ideas que salían de algún lugar en su cabeza disparadas como petardos encendidos todos al mismo tiempo.

Estar a oscuras en plena luz del día no era exactamente disfrutar de una estancia en el Destino Predestinado.

El dedo índice de su mano liberada se movió como ala de mariposa recién pisoteada. No estaba muy lejos de sentirse igual. Había pasado mucho tiempo desde que no se sentía tan vulnerable.

Asustada.

Cristina escuchó el ruido de suelas sobre el pavimento.

Los pasos eran espaciados, con cautela. Tres pisadas lentas, un anodino silencio, y luego las tres pisadas otra vez.

¿Acaso los leones se calzan antes de devorar a su presa?, pensó.

Aquello era un acorde desquiciado como aquel pato de hule en Bike acercándose hacia donde ella estaba. Intento hablar, pedir ayuda, o gritarle a quien estuviera cerca que si iba a hacer algo que lo hiciera de una vez y que se dejará de suspensos de mierda. Pero no pudo, las palabras habían desaparecido junto con los rayos del sol. Su cara estaba contra el pavimento aplastando sus labios como cuando niña empañaba los cristales para luego escribir su nombré en él. Se sintió miserable por el estado en que se encontraba. Luego sintió que las fuerzas la abandonaban a su suerte sobre un barco de papel que iba sobre aguas sucias directo a un tragante que exultaba un hedor de mil demonios. El consuelo ya era un cadáver reposando en el fondo de aquellas aguas fétidas junto con su maldita suerte. Que sólo había durado un timoneo media calle atrás de donde estaba, inerme.

Cristina no supo si el reciente dolor en sus costillas era la punta de una lanza atravesando su carne.

Los pasos parecían estar muy cerca de la oreja cubierta por una maraña de cabellos ensangrentados. El sentido de confusión había alcanzado los pensamientos de Cristina que no sabía si en realidad vivía aquella desgracia o se encontraba en su cama, junto a Filomena. Y que no, aquel dolor no era real. Era producto de su imaginación. Que la brújula de las ideas errantes reposa en los prejuicios del ojo humano. Y que ese adagio que dice que si los ojos son cegados no hay dolor; tenía mucho de ser un maldito juego de palabras con engaño.

- No intente moverse. –el aire cruzo sus cabellos ensangrentados haciendo que estos se agitaran. Sintió un pequeño cosquilleo en la parte más cavernosa de su oreja-. Al parecer se ha hecho un corte profundo en la frente al caer contra suelo. Voy a intentar mover su cabeza hacia… ¡Oh, Dios mío! –la voz le pareció conocida, pero Cristina no podía estar segura de eso, quizás era otra de sus repentinas alucinaciones-. ¡Creo que le han disparado! Voy a llevarla a un hospital. –Escuchaba las palabras pero casi no podía comprender lo que significaban-. Esta perdiendo demasiada sangre…, déjeme ir a mi auto a traer una toalla o algo para detener la hemorragia – ¡Entonces no eres el motorista, eh!, pensó Cristina. El pensamiento apareció como si fuera el último aliento de vida en su cabeza. Escuchó los pasos alejarse, rápidamente, no supo exactamente que tanto, el eco dificultaba su capacidad de llevar la cuenta. Pocos segundos después ya venían de regreso. Multiplicándose-. Traje un poco de agua embotellada, quizás pueda quitarle un poco de sangre y ver que tan lejos se alojo la bala. Pero no debe preocuparse, voy a llevarla a un hospital. Pronto…

Hospital. Fue la última palabra que escucho Cristina antes de perder el conocimiento casi por completo…, sintió como su cuerpo era levantado en brazos y el agua fría recorría su rostro hasta caer al pavimento ensangrentado: el líquido cayendo hacia el concreto mientras su cuerpo era drenado.

Cristina se sintió en otro lugar, a pesar de que la obscuridad seguía siendo la misma.

"Y si en realidad, ya estoy en una sala de Urgencias. Siendo atendida por… y, si… si…, siempre lo estuve; quizás nunca llegue a dar aquella vuelta a la calle. Quizás si fue a estrellarme a la pared de aquella esquina.

O si…,

Mi carro destrozado en la vía contraria. Yo, dentro, atrapada entre los hierros retorcidos, con los huesos añicos. Sufriendo en silencio. Sin dolor alguno. Obscuridad total. Muriendo, imaginando que… daba aquella… viendo cosas que en realidad nunca sucedieron. Luego la ambulancia abriéndose paso en el tráfico. Los médicos resucitándome, luego llevándome a toda velocidad a la sala de Urgencias, en donde ahora me encuentro. No, no, ¡yo di esa maldita vuelta!; y si... en realidad… ¡Nunca entre al corredor de ladrillo…! Ni me detuve junto a la motocicleta detenida. En realidad ¿Dónde carajos estoy?".

El cuerpo de Cristina se desplomó en aquellos brazos que se tensaron aún más.

¿En los brazos de quien?

¿A quién habría que atribuirle ese as bajo la manga que confundía a Cristina?

agosto 16, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Quinto Capítulo/ Primera Parte


*
Por el espejo retrovisor de la puerta vio como el motorista intentaba rebasarla por un costado, no quiso disminuir la velocidad, mucho menos darle pase libre. Con anterioridad, había escuchado la potencia del motor acercándose, Cristina, podía imaginar a la máquina en dos ruedas rebasando automóviles como si fuera una ambulancia en respuesta de una emergencia.

La imagen de aquel conductor desaparecía por momentos del espejo, pero Cristina sabía que estaba ahí, por el ruido que hacía al hacer los cambios de velocidad. Cristina vio nuevamente el cuerpo que se inclinaba hacia el tráfico contrario, esta vez, casi rozando las puertas laterales de un sedán rojo que no hizo más que virar un poco hacia el borde del arcén y lanzar un bocinazo. Cristina vio su tablero, iba casi a sesenta kilómetros por hora. No era una velocidad exagerada, pero sabía que la aguja del velocímetro de la motocicleta, en ese momento, ya había alcanzado la marca de los 80, en un vía donde, por el tráfico matutino, no se podía andar a más de 30 sin correr el riesgo de una cita inesperada en la sala de Urgencias del hospital más cercano. El tipo tenía cojones, había que admitirlo. O denodada estupidez, también había que cuestionarse. Cualquiera que fuere, no tardarían en multarlo o sepultarlo. Los tipos como ése, que hacen piruetas con su suerte, siempre terminaban por gastar su racha ganadora algún día.

Cuando paso junto a su ventanilla, Cristina, quiso espetarle un par de palabras que bullían en su cabeza, dispuestas, a caer sobre él como una enorme roca. Se contuvo, el muy maldito llevaba puesto un casco y lentes oscuros -el muy maldito se digno a voltear hacia ella, levantando dos dedos en señal de saludo, para nuevamente acelerar-, sus palabras no pasarían a ser más que una pieza en aquel rompecabezas de fragores urbanos. El muy maldito sigue en racha ganadora, se dijo Cristina. El motorista no tardó en desaparecer de la visión de Cristina, quien vio como se adentraba en el tráfico dejando la estela ruidosa de su motor como cuando pasa un avión sobre uno. Un claxon se oyó adelante en repetidas ocasiones con un aire de desesperación.

(Alguien no pudo contenerse).

Todo aquello podía parecer una estupidez, pero Cristina tenía ganas de matar a alguien. La rabia que le había generado la llamada de ese hijueputa a su casa, empezaba a hacer que perdiera la paciencia con todo. Podía estar detenida por un semáforo rojo, ver como la gente pasaba sobre la cebra; una madre con su cochecito, y aún así, la ambición de arrollarlos permanecería indemne. Ese día estaba vestido con la hostilidad. Fue quizás ese sentimiento la que le llevó a dejar a Filomena solo en el departamento. No quería que ella fuera su Jesucristo crucificado.

Cristina quiso despejar un poco su mente, así que encendió la radio. Dejó la primera emisora que sintonizo. La melodía le era desconocida, pero eso no importaba.

Luego de dos canciones, sus pensamientos seguían en el mismo lugar, dando vueltas en círculos. No sabía que pedantería era peor, si la del motorista o la del tipo que la llamó minutos antes. La ansiedad por llegar a su destino se hizo latente. Era como una bestia que hiberna en su cueva, largo tiempo, para luego aparecer y devorar a su próxima presa. Ese era el tipo de accesorios que hacen que las personas no hagan más que acelerar su propio fin, pensó Cristina, mientras cambiaba la estación de radio que no había hecho más que transmitir melodías entrecortadas por ruidos extraños los últimos minutos. Al menos, en los que había puesto su atención, sí. Giró una, dos, varias veces el dial, hasta que su paciencia lo permitió; optó por apagarla. Presiono el botón Off, y en ese preciso instante, las farolas rojas del auto del frente se encendieron de repente. Los reflejos respondieron a tiempo: Cristina piso el freno, justo a tiempo, para evitar la colisión. Lo cual hubiera sido una ironía para el mundo, pero en Cristina, hubiera desencadenado una ira tan intensa que haría desaparecer al mundo entero, con todo y su ironía. Y el maldito motorista con su buena racha. El cuerpo de Cristina se abalanzó hacia el manubrio del auto, su pecho se estrelló contra los nudillos de sus dedos. En su afán había olvidado abrochar el cinturón de seguridad. Un dolor le recorrió las manos como cuando se pinchaba un dedo con la punta de una aguja. Soltó una maldición. Los neumáticos se deslizaron sobre el pavimento dejando la marca del caucho quemado. Cristina se pregunto que había pasado, calle adelante, para hacer que el conductor del frente se detuviera de manera tan repentina.

Cristina vio nuevamente por el retrovisor de la puerta, no había nadie intentando rebasarla esta vez, decidió salir del auto y ver que había pasado; dejo el motor encendido y la puerta medio abierta.

La larga fila de automotores detenidos empezaba muchas calles al frente. Eran al menos una veintena, sino es que más, de carrocerías sin movimiento. Los bocinazos no tardaron en llenar la avenida. El tráfico empezaba a acumularse detrás de ella. Maldijo. Entro a su auto con ganas de destrozar algo para aminorar su rabia. Busco en los asientos traseros algún libro o algo con que entretenerse, la espera parecía que iba a ser larga, muy larga. Pero sólo encontró periódicos viejos, una caja de cartón semi destruida en donde un chico con ojos rasgados había depositado su pedido días antes cuando fue a un restaurante chino. Un paraguas averiado que estaba sobre una campera de cuero raída. En un rincón, sobre la alfombra felpuda, había un sinfín de migas de pan, un caramelo aún en su envoltorio y una lata de gaseosa vacía. La limpieza del auto era algo que postergaba hasta meses. Estiro su brazo y levanto una pila de hojas de periódico con la esperanza de encontrar esa revista con el artículo de The Smiths, que no había terminado de leer y que recordaba haberla puesto ahí, cuando la compro pocos días antes. Nada. Se acomodo en el asiento. Encender la radio, nuevamente, no parecía ser buena idea. Había dejado su portafolio de discos compactos en el departamento, carajo. El fragor de la ciudad entraba por las ventanillas como una bandada de pájaros. La idea de dejar el auto abandonado ahí mismo le cruzó por la cabeza. Desistió de ella rápidamente. Lo único que se le ocurrió fue cerrar la ventanilla del copiloto para evitar escuchar la discusión que empezaba a tener el conductor de al lado por su móvil.

"Dios, acaso existe algo más en tus malévolos planes de ponerme contra las cuerdas por pura diversión Divina".

¡Claro que lo hay!, añadió rápidamente en voz baja.

Dios siempre tiene un as bajo la manga que no querrá atribuirse, para así, lograr confundirnos.

El automóvil delante aún mantenía sus farolas rojas encendidas. Un grupo de peatones aprovechó el embotellamiento para cruzar la calle. Pasaban frente al capo con parsimonia, no parecían tener demasiada prisa. Varias fueron las personas que le espetaron una tenue sonrisa o agitaron su mano en señal de agradecimiento. Un rictus desdeñoso fue lo que recibieron a cambio; Cristina no estaba de buen humor, y lo que parecía ser un gesto solidario no había sido más que un acto circunstancial al que su impotencia debía adaptarse con rapidez. Cuando paso el último, retomó la idea de abandonar el auto en medio de la avenida. Lo más seguro es que lo remolcarían a algún predio municipal, y luego de pagada la multa, listo, el problema no sería más que una anécdota en una conversación de amigos. Salió nuevamente del auto. Adelante, los carros permanecían estáticos, igual que antes, como si alguien hubiera tomado una fotografía y en su imagen, el tiempo, no hubiera pasado. Entre todo, calles adelante, Cristina, diviso al motorista detenido (¿Dónde han quedado tus cojones impacientes, eh?) frente a un semáforo en rojo. No habían pasado ni medio segundo cuando el motorista aceleró y se introdujo en la calle que llevaba la vía. Maldito. Cristina vio la vía a su costado: ningún auto. Supo que era ahora o tener paciencia. La cual no tenía. Ella podía emular los cojones de aquel motorista; entro a su auto, giro el manubrio hacia a su izquierda, sobre la avenida, hizo el cambio y…

Los neumáticos habían dejado una nueva marca. Esta vez de una forma curva.

Mientras iba contra la vía a toda velocidad, Cristina que pensó iba demasiado lento (por muy que el velocímetro dijera lo contrario), así aceleró aún más. En ningún momento desvío su mirada de la calle vacía, pero aún así, podía imaginar los rostros de los otros conductores, perplejos, por su intrepidez. O estupidez. Qué carajos; la envidia siempre magnífica los errores del prójimo. Era ella quien estaría en la sala de Urgencias, no ellos…

Era ella quien estaría regodeándose.

Pero, antes de pisar el acelerador, Cristina, se hubiera preguntado como se encontraba su racha ganadora. Si lo hubiera hecho, sabría perfectamente que, el resultado no era nada adelantador para ella…

Si horas después, alguien hubiera preguntado a Cristina, que carajos estaba pensando cuando hizo eso, y que, por suerte había salido medio librada, casi muerta, de aquel brete. No hubiera dicho nada, sólo la abría visto directo a los ojos, esbozando esa sonrisa cínica que tantos problemas le había traído en el pasado. Y le traería en el futuro. Sin atisbos de arrepentimiento por lo ya hecho, con la misma idea rebotando en las paredes de su cabeza:

¡Que se jodan todos…!

A expensas de saber que el precio había sido demasiado alto, esta vez.



junio 01, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Ova I


*

Dejo la toalla sobre el respaldo de la silla. De reojo vio el reloj en la pared, aún quedaba mucho tiempo pero había que cambiar el curso las cosas. Anticiparse a los movimientos del otro jugador. Demoler los planes del adversario como si fuera la cáscara deleznable de un huevo. Cristina no quería vivir la experiencia de los tripulantes del Titanic en carne propia. Tomo las llaves del clavo junto al pestillo de la puerta. Al cerrar estuvo a punto de poner el cerrojo, pero recordó que Filomena esta dentro, en su habitación. Aunque hubiera querido dejarla confinada, por seguridad, no lo hizo, Filomena, era tan infantil como para armar un barullo de mil demonios, y tan rentable para la prensa local como la masacre de la pizzería Pozzeto, el 5 de diciembre de 1986. No es que Filomena fuera un Campo Elías Delgado en potencia, con resabios bélicos de una guerra, pero no era aconsejable ponerla al borde de la cornisa para medir su improvisación. Cristina ya tenía suficientes cosas con que lidiar como para agregar algo sin explicación lógica a la lista. Con el peso de su cruz le bastaba…

En el estrecho corredor se topo con el gato de la vecina del frente. Las miradas se cruzaron. El felino huyo por los escalones de madera hacia la recepción, Cristina se sintió igual, como si estuviera huyendo, intentando sobrevivir, al punto de sufrir un ataque de pánico. Pero no era un miedo rutinario como el de su fobia hacia los pollos. Algo penoso, decía cada vez que alguien hacia un comentario sobre eso. Era un escozor más sencillo pero letal para su sosiego. Era un sentimiento similar como cuando pequeña una prima cuidaba de ella, y luego de un ingenuo incidente tuvo que esperar las imprecaciones de papá en el dormitorio. Una larga espera en el camastrón, con la cabeza baja, los pensamientos bullendo y tratando de anticipar el quejido de la puerta al abrirse. Ese sentimiento, volvía a vivirlo. Y la paralizaba. Cristina en un silencio virulento que rebotaba en las paredes como si fuese eco. Recordando a cada momento pasajes inconclusos y borrosos de lo sucedido aquel día.

No era la anécdota la que la atormentaba sino los sentimientos. Pero no había sentimientos sin anécdota.

Cristina y su prima (mayor que ella por unos 20 años) estuvieron en la cocina preparando un frugal tentempié aquella tarde. Era una tarde primaveral, le decía su memoria a Cristina. La prima -Cristina tenía 5 años, en ese entonces, recordaba muchos pasajes pero no el nombre de la hija de tía Margaret-, decidió preparar una compota de guayaba. Sobre la mesa y el suelo fueron cayendo las tiras de piel lisa, verde. Con la ayuda del pelador que mamá guardaba en un cajón junto al resto de los utensilios de mesa cada fruta fue quedando desnuda sobre la tabla de picar. Corto en pequeños segmentos la fruta y los coloco dentro del vaso de la licuadora. Cristina, aún visualiza la mano de su prima llevando los trozos hacia el fondo del recipiente de vidrio, cuidadosamente, para no cortarse con las filosas aspas de metal. No recordaba por qué ni de donde le vino la idea, pero lo hizo. En el preciso momento en que la prima colocaba las últimas porciones, presionó el botón. El grito que anticipo la caída de cosas al piso de linóleo hizo darle un salto sobre la enorme mesa, donde su prima la había colocado minutos antes. Nunca supo sí el dedo quedo dentro del recipiente junto a la pulpa semi-licuada o si sólo había sido un corte profundo que sanó con las semanas. Un detalle que quedo siempre en su memoria fue el reguero de sangre sobre la mesa, el piso y que salpico su vestido blanco. Ah, y la imagen nerviosa de su prima arrojando todo al suelo (junto a las gotas rojas) en busca de un paño con el cual hacerse un torniquete en la herida. Una vecina, escuchó los gritos, y fue ella quien llamo a la ambulancia y recibió a los enfermeros en el portal mientras Cristina miraba a su prima quejándose del dolor en el sofá de la sala, sujetando el paño con fuerza, envolviendo la extremidad, apretando bien los dientes. Desesperada. De reojo la pequeña miraba como la frente de su prima perlaba por el sudor.

Cristina odio los momentos previos a la llegada de la ambulancia, su prima no le dirigió una mirada en todo ese tiempo. Se sentía culpable, impotente. Escuchar las sirenas acercándose fue un ingente alivio para su conciencia que estaba junto a ella, en un rincón de la sala. Cristina estaba tan asustada que ni recuerda como fue que llegaron los paramédicos a la enorme habitación donde estaban y desperdigaron todos los utensilios en la alfombra. De pronto estaban ahí, con su uniforme blanco y el fastidioso aroma a alcohol medicinal. Fue un joven enfermero quien limpió y desinfectó la herida antes de llevarse a la prima Francy, ese era su nombre. Se fueron al hospital, esa fue la última vez que vio a la prima Francy. Tras su recuperación se fue a estudiar a una universidad brasileña. Hablaba casi perfecto el portugués. Filha, era como le llamaba siempre acompañada de una hermosa sonrisa dibujada en sus labios rosados. Nunca volvió a escuchar esas palabras.

Cristina se quedó unos minutos en casa de la vecina quien le dio un poco de leche antes de regresar a casa (los padres de Cristina pronto llegarían a casa del trabajo), y limpiar el desorden en la cocina.

Filha…

Los recuerdos son un ave fénix y los humanos los encargados de fundirse en sus alas férvidas. Cristina lo sabía perfectamente. Y no siempre vienen acompañados de sensaciones placenteras. No quería otro igual, así debía ser algo para contrarrestar las cosas, desviarlas de su cauce inexorable.

Cristina bajo las escalinatas, el gato no esta en el sillón floreado donde siempre se posaba. Abrió la compuerta de cristal y el aire fresco elevo sus cabellos. Hubiera querido elevarse como las hojas secas agolpadas en el pavimento. Levitar, sin ideas perturbadoras que hacían que su cuerpo fuera grávido, casi al punto de resquebrajarse casi en su totalidad. Subió al automóvil, insertó la llave y puso en marcha el motor. Debía pasar a una gasolinera por nafta. El tanque estaba casi vacio, como sus esperanzas de salir bien librada del laberinto en el que se encontraba. Antes de pisar el acelerador vio hacia el edificio donde vivía, el gato estaba en la puerta principal. Sus miradas volvieron a encontrarse pero esta vez quien huyó no fue el felino. Los neumáticos rechinaron en el pavimento en un fragor que fue apagándose, como la imagen del auto que desapareció al cruzar en la esquina hacia la avenida 8.

*

mayo 28, 2011

Un recuerdo simultáneo/ Cuarta Parte



4

Afuera, la gente caminaba por el arcén con pasos descoordinados. Cada quien envuelto en el mundo que le conviene y del cual se ha hecho acreedor por merecimiento propio. Cristina se acercó al balcón y siguió con la vista a un par de viandantes. No había algo o alguien que llamará su total atención, ningún detalle sugestivo, tan sólo personas con rostros desconocido, con rumbo desconocido. ¿Qué será de esas personas que sólo se ven una vez en la vida?, se dijo Cristina. Un anciano con bastón y atuendo beatnik tiraba de la cadena sujeta al cuello de su perro que se había detenido a olisquear las escalinatas del edificio de ladrillo del frente. La fuerza que el viejo imprimía (junto con la orden imperante: ¡Buster, camina!) parecía fútil ante el testarudo ímpetu de su mascota. Por suerte, para el anciano, la puerta principal del edificio se abrió con fuerza (el perro se asustó y el dueño sonrió a la coincidencia tan afortunada para su paseo matutino), de las gradillas descendió una mujer regordeta acompañada de dos niños díscolos de los que tiraba como si quisiera desmembrar los miembros superiores a los pequeñines. Los dueños de perros y los padres de familia tienen más en común de los que sus mascotas e hijos se imaginan, se dijo Cristina. El que parecía ser el más pequeño agitaba sus manos, llevaba una pesada remera que cubría su torso y una bufanda que resaltaba por su color cegador. Cristina recordó que la noche anterior, en el noticiero de medianoche, el “hombre del tiempo”, había advertido de una corriente de aire frío que provenía de las costas del océano Pacífico y que entraría en el territorio a primeras horas de la mañana. Había que abrigarse bien, había sido el consejo del conductor antes de pasar a comerciales, que ella regresara a la cama con una taza de té de manzanilla para Filomena. El otro niño, el mayor, tenía un gorro azul que hacía de fuerte para el cabello corto ante el embate del viento gélido, le gritaba a la madre algo a cerca del perro que los adelanta. Quería uno igual, papá lo había prometido, iba a hacer el obsequio de su próximo cumpleaños.


Un volskwagen gris cruzó la calle lentamente. Cristina pudo ver como el conductor estiraba la mano por la ventanilla y dejar caer su cigarro aún encendido en el pavimento.


Las ramas del árbol frente al ventanal estaban vacías, no había pájaros. Eran pocas las hojas que quedaban en aquel arbusto. En suelo, junto a las raíces, se hizo un pequeño remolino con las hojas sueltas. Revoloteaban como si tratarán de llamar la atención de los peatones. Todo, y todos quieren ser el centro de atención. No es una buena idea abrir la ventana estando desnuda, pensó Cristina mientras se sentaba en el diván junto a la ventana. Su mirada hizo un planeo de la habitación, el desorden le recordó las rabietas de su madre cuando siendo alumna del secundario el orden y la limpieza pasaban al segundo plano y la necesidad de querer cambiar al mundo era una manera de supervivencia imberbe, no había tiempo para acomodar la ropa sucia, poner en recua los libros, y los zapatos debían estar dispersos en el suelo como granadas colocadas adrede para el intruso de paso. Los dos cuartos le parecían un cuadro desolador a Cristina, salvo por el hecho de que en el que se encontraba ahora, había una mujer desnuda durmiendo en su cama, Filomena.


Cristina giro sobre sí misma, la ventana era nuevamente un caleidoscopio. Los ojos siempre están tras el detalle que impresione, que permita poner el mundo en una perspectiva diferente, que rompa la barrera de lo rutinario. En este caso, Cristina se percató de algo, no había parejas aquella mañana andando por la calle 32, quizás todos aún seguían en la cama, como Filomena.


Los pensamientos pronto empiezan a despertar, se avivan creando extensas conexiones entre sí, como los escondrijos (pequeños callejones) de una pared de ladrillos. El teléfono repiqueteo en la mesita junto a la cama. Cristina se espabilo inmediatamente, tratando de no hacer ningún ruido con los objetos difuminados en la moqueta, no quería que Filomena despertará. Eso no sería la manera más romántica de iniciar el día. Una voz masculina del otro lado le dio los buenos días en francés, reconoció la voz, respondió de igual manera, bonjour. Se acomodo en el lado vacio de la cama, justo al lado de las almohadas arrugadas. Reacomodó el auricular inclinando su cabeza y haciendo presión con su hombro asegurándose de no se le resbalará, y perder el hilo de la lozana conversación. Sus manos estaban ocupadas evitando que el aparato se abalanzará al suelo desde sus muslos. Mientras sus ojos se aseguraban de que Filomena aún dormía plácidamente.


- No es algo temprano aún para que llames –dijo con tono quisquilloso-, espero no sea un atisbo de arrepentimiento tardío.

Una carcajada ensordecedora provino desde el auricular amarrillo.


- El proyectil surca el aire… ¿No crees que ya es tarde para intentar esquivarlo y evitar el impacto? Ir a tu departamento, personalmente –enfatizando la palabra casi con rudeza-, si hubiese sido un “atisbo de arrepentimiento tardío”, aunque, te aseguro, que te hubieras quedado petrificada frente a la puerta antes de espetarme uno de tus comentarios pretenciosos.


Cristina devolvió la carcajada. Filomena hizo un repentino movimiento y se coloco en posición fetal, cubrió su cuerpo desnudo con la sábana blanca como si fuese líquido amniótico, el aire gélido se filtraba por el resquicio debajo de la puerta. Cristina le dijo a su interlocutor que espera un momento. Abrigo el hombro descubierto de Filomena con lo primero que encontró: una pequeña almohada. La piel de su amante resplandecía, Cristina, lamento tener que cubrir tal belleza con una objeto tan insignificante. Había que hacer algo para que las cosas encajaran de mejor manera.


Fue hacia un pequeño mueble de caoba en el que estaba colocado el viejo tocadiscos del abuelo, busco en la repisa superior y coloco un vinil, Horses. Ajusto la aguja y accionó el aparato. Modero el volumen justo antes de que los acordes de piano de Birland invadieran la habitación. Regresó junto a la cama para tomar el teléfono y se dirigió al diván. Se recostó en una posición que le permitiera ver directamente a Filomena.


- Ve al grano, dime que es lo que quieres –dijo esperando tener una respuesta escueta-. Déjate de jugarretas…


- De momento, me gustaría escuchar la parte de la canción donde Smith dice “no human…”. Luego, quiero que te duches y nos veamos en el café en media hora.


- Predecible, lo del baño. Media hora, me parece demasiado pronto, tengo visita. Por ti, no voy a estropear mi día desde muy temprano como si fuera el último de mi vida. Cuarenta y cinco minutos o una hora será menos sospechoso. No quiero que me vea salir del departamento como si estuviera huyendo de la situación en la que me he envuelto.


- De acuerdo, deja el auricular descolgado. Vete a dar la ducha.


Cristina dejo el teléfono en el diván y fue hacia la cama. Acerco sus labios junto a la oreja descubierta de Filomena y le dijo que debía salir de emergencia y que no quería dejarle una notita junto a una rosa porque hubiera sido inapropiado y podía preocuparla por un gesto tan extraño en ella. Filomena sonrió, luego, abriendo lentamente los ojos, le dijo:


- ¿Con quién hablabas por teléfono, amor?


- Con un tipo que cree ser el próximo elegido en cargar la cruz por todos nosotros. Voy a darme un baño, no quiero aromas en mi cuerpo que desvanezcan lentamente para luego intentarlos recordar en un acto de patetismo shakesperiano. Tú sabes más de esas cosas que yo.


- Bueno, no quiero que pienses que escuche tu conversación con El Mesías. Sólo quería asegurarme de que no intentabas huir en la primera oportunidad que se te presentaba.


- Lo sé. Debo irme, no quiero llegar tarde a la crucifixión.


- Claro, gracias por la canción hubiese sido un lindo gesto de huída, muy a tu estilo. Tenía tiempo de no escuchar a Patti Smith, sabes…


- He dicho “debo irme”, y no termine la frase con un “vuelvo en unas horas, amor”. Ya es hora que leas entre líneas, Filomena.


- Ya vete, no quiero que llegues solo ha bajar el cuerpo inerte de la cruz. Al menos deberías poner agua a hervir para un café. Lo necesito.


- Al regresar, quiero un poco de té esperándome… y a ti, desnuda en esa misma cama.


Cristina fue hasta el mueble donde estaba el tocadiscos y subió el volumen, desde un espejo pudo ver la sonrisa en la cara de Filomena. Luego abrió una puerta del armario y descolgó una toalla. Se dirigió a la puerta y antes de abrirla, sin voltear a ver, le dijo a Filomena que no se acercará a la ventana, no había parejas de novios en la calle y no quería que fuera a perder parte de la mañana haciendo suposiciones, engranando simbolismos, que no tenían cabida en su vida. Sigue con tu sueño matinal ahí te sentirás más cómoda, le dijo antes de girar el pomo para luego cerrar la puerta.


¡Cristina…! Un alarido en la cabeza de Filomena hizo que su sueño se perdiera en las llanas tierras de la intranquilidad. Una hoja seca se estampó en el cristal de la ventana haciendo un anodino estrépito. ¿Porque hay sucesos que toman partido en libretos donde no les llaman y aparecen con careta de “coincidencias”? Cristina había dejado el teléfono descolgado en el diván. La curiosidad pudo más. Filomena se apeo de la cama y por primera vez en tanto tiempo había dejado que la desnudez de su cuerpo, y su vientre prominente, fuera visto por los rayos del sol sin sentirse expuesta. Tomo el auricular.


- Aló…


Un silencio le contestó. Extraño, parecía que del otro lado tampoco habían colgado. Volvió a intentarlo, su voz salió de sus labios articulando una palabra que fue degollada justo cuando Patti Smith dejada escapar un alarido en forma de no human que fue apagándose. Alguien había colgado del otro lado. Filomena se dispuso a dejar el auricular en su lugar. Vio por la ventana, Cristina tenía razón: no había parejas esa mañana. Los vellos de sus brazos se erizaron, se froto con las manos, y coloco una pequeña manta debajo de la puerta. Se fue a la cama y nuevamente se sumergió en las sabanas. No pudo conciliar el sueño. Filomena, sabía que Cristina debía regresar a la habitación por ropa limpia, esa sería un buen momento para comentarle lo sucedido, el silencio lúgubre del otro lado del auricular y el repentino acto seguido. Y además, recordarle que debía poner la jarrilla con agua en la estufa.